De Trapo viajaba en la maleta de mano de Mariam. Acurrucada entre las ropas de algodón. Despertó después de un sueño que había durado toda la mañana y tarde. Sin embargo, cuando abrió los ojos, aún se encontraba oscuro y se debía, precisamente, a que seguía dentro del velís.
De Trapo sentía un calor húmedo en el ambiente. Ella no sudaba, pero definitivamente el vapor circundaba el espacio y traspasaba sus ropas, sus piernas rellenas de un material sintético cuyo nombre no quería saber.
Más tarde, sintió cómo la maleta se elevaba y comenzaba un leve balanceo cada vez más veloz. Podía predecir que Mariam y Mijaíl finalmente habían llegado a su destino. Lo corroboró cuando escuchó a una voz masculina gritar: Hemos llegado a Laguna del Ostión, Coatzacoalcos. Los pasajeros pueden desembarcar. El barco zarpará mañana a la una de la tarde.
Supo entonces De Trapo que por fin vería la luz de esas tierras extrañas adonde su dueña la llevaba. Otro más de los viajes de Mariam y en los que De Trapo fielmente la acompañaba.
De un momento a otro el calor fue más intenso y los balanceos más frecuentes. De Trapo escuchó como si una cascada estuviera muy cerca. Chorros de agua comenzaban a entrar en el velís; las ropas de Mariam y su propio vestido comenzaban a mojarse. El vértigo se apoderó de la pequeña De Trapo; por primera vez tuvo claustrofobia al no saber qué ocurría allá afuera. Sin mayor aviso, la maleta se abrió para dejar entrar cantidades ingentes de agua por doquier. De Trapo cayó al suelo mientras escuchaba a Mijaíl decir: Allez, allez! Y miró a Mariam empapada recogiendo algunas ropas tiradas en la arena. Solo se detuvo dos segundos y tomó con su mano las prendas mojadas que cupieron en su puño. Otras pertenencias quedaron ocultas por la mezcla de la arena y la tormenta. De Trapo vio alejarse a Mariam y Mijaíl como si huyeran de una catástrofe. Una ola venía. Arrastró a De Trapo aún más lejos de Mariam. Ella ni siquiera volteó. De Trapo sintió como si volviera a caer en un profundo sueño; su vista se nubló, dejó de escuchar y estaba tan llena de agua que incluso no flotaba sobre la ola. Se sumergió poco a poco en un líquido negro, quedó atrapada en una red verde y pegajosa.
Muchas horas pasaron, aunque para De Trapo fueron como siglos. No acostumbraba separarse más de unas horas de Mariam, pero ahora había pasado una noche entera sin ella. Se tornaba más molesta aquella situación porque un largo rato estuvo soportando las tenazas de un cangrejo, oprimiendo sus brazos y jalando su cabello. El cangrejo la arrastró hasta una orilla y, al comprobar que no era comestible, la soltó. Luego una garza trató de arrancarle los ojos con el pico, pero afortunadamente estaban muy bien bordados; a pesar de los años, gracias al buen cuidado de Mariam, no había perdido la firmeza en las costuras y la garza no pudo sino romper dos hilitos, por lo que De Trapo quedó casi intacta; si no fuera por el plancton, zacate y trocitos de helecho que estaban pegados por todo su cuerpo, cubierto también del líquido terroso de aquellos manglares.
Mientras observaba las estrellas que, debajo del arbusto donde la había abandonado el cangrejo, se divisaban con un intenso brillo, recordó a Mariam. Sentada en su estudio de la costa de Tánger, leyendo la novela de Mo Yan, El Manglar, que retrataba cómo la codicia de los seres humanos puede destruir lugares como este, donde De Trapo se encontraba abandonada. Mariam se había dedicado, desde hace algunos años, a viajar por los manglares de África y Latinoamérica para ayudar, de alguna manera que De Trapo desconocía, a su preservación. Así que De Trapo conocía costas de Marruecos, de Brasil y ahora de México. Pero en ninguna de las antes visitadas, Mariam había tenido la mala fortuna de arribar justo en la tormenta, dejar caer su velís y perder entre la arena a De Trapo.
Por Mariam, De Trapo había aprendido a amar los manglares, pero de pronto se convertían en un tipo de prisión de la que no podría salir. ¿Cómo pedir ayuda?, ¿cómo buscar a Mariam?, ¿cómo regresar si solo soy una muñeca? Estas cavilaciones rondaban por la mente de De Trapo hasta que amaneció. Se encontraba sumamente agotada de tanto pensar, de tanta angustia, de tanto llanto contenido porque una muñeca no puede llorar. La descubrieron los rayos intensos del sol de la costa mexicana y el rostro de un niño de unos ocho años, que la tomó de las trenzas rubias, la sumergió en aguas limpias que se encontraban cerca y con sus pequeñas manos exprimió su cabeza, su cuerpo y sus piernas hasta que quedó solo húmeda, medio limpia y más reconocible.
El niño la metió en una bolsa multicolor junto con cadáveres de cangrejos, piedras y basuras que el niño fue encontrando en el camino. Como la bolsa multicolor estaba hecha de una red de plástico, se podía ver lo que pasaba afuera. El niño recogía la basura que encontraba en la orilla del manglar, lo mismo hacía su madre y su hermanita, que se veían a lo lejos. No llevaban zapatos y vestían con una ropa muy ligera. Estaban cubiertos de lodo y pequeñas hierbas desde sus pies hasta sus muslos, desde sus manos hasta sus codos.
Pasaron algunas horas hasta que la familia terminó de limpiar la costa del manglar. Subieron a una pequeña lancha que los llevaría a casa. Fue ahí donde el niño buscó a De Trapo en aquella bolsa y la enseñó a su hermanita, una niña de unos seis años, de cara redonda, cuyas mejillas de color rojizo denotaban alegría y salud. Sus ojos se iluminaron, tomó a la muñeca entre sus manos y le quitó los restos de hojas y tierra de su rostro y vestido. Intercambió algunas palabras con su hermano y su madre. De Trapo aún seguía triste por haberse alejado de Mariam, pero le reconfortaba saber que esa pequeña niña la cuidaría de ahora en adelante y, por qué no, la acompañaría en sus aventuras por los manglares.
El sol se acercaba al cenit cuando la pequeña lancha llegó a casa de la niña de las mejillas rosadas. Dejó a De Trapo sobre una silla, mientras buscó algo en los cajones que estaban cerca de una cama, de aquella pequeña casa de un solo cuarto. Del cajón, la niña sacó un vestido de algodón azul y unos huaraches con los que se vistió inmediatamente. Se desató la coleta, se hizo una nueva, la que sujetó con un moño blanco, tomó a De Trapo y salió donde su madre, quien la esperaba con una canasta llena de dulces mexicanos: amarantos, tamarindos, mazapanes y paletas de chile. Aquél conjunto despedía un olor peculiar que De Trapo ya conocía de otras costas mexicanas. Se despidió la niña de su madre con un beso en la mejilla y un “nos vemos en la tarde”. De Trapo viajaba ahora sobre la canasta de dulces, balanceándose una vez más pero ahora observando aquella costa en todo su esplendor: la verdura y el azul extendiéndose ante sus ojos, las palmeras, la brisa salada, y el clásico calor húmedo con el que De Trapo identificaba a México.
La niña pasó por la terraza de un restaurante ofreciendo sus dulces. Mujeres, hombres y niños desayunaban; pero también aprovechaban para comprar un mazapán, un tamarindo o una paleta enchilada como postre. Algunos miraban a De Trapo con cierta curiosidad, pero no preguntaban nada sobre ella. Otros la tomaban entre sus manos, pero no para admirarla sino para tomar algún dulce que se ocultaba debajo de ella.
De Trapo empezaba a disfrutar la aventura. Entonces la niña se metió en un restaurante techado por una estructura de palma. Las mesas y sillas eran de plástico blanco y casi todas ocupadas por mexicanos o extranjeros tomando alguna bebida o disfrutando de la comida típica de aquellas regiones. La niña se acercó a una de las mesas y colocó la canasta de dulces sobre ella. ¿Un dulcecito, güerita?, dijo a la mujer que se encontraba distraída, intentando hacer una llamada desde su celular.
La mujer giró su rostro hacia la niña y dijo: Ahora no. Pero sus ojos se abrieron de repente cuando miró, sobre la canasta a De Trapo. Mariam la reconoció inmediatamente, se iluminó su rostro, dejó el celular en la mesa y dijo a la niña: Esta es mi muñeca, ¿dónde la encontraste?. La niña contestó: Me la dio mi hermano, la encontró tirada en el manglar. Ayer la perdí allí mismo, dijo Mariam, cuando bajamos del barco; se cayó mi maleta y perdí varias cosas, entre ellas, mi muñeca. La niña la miraba sin ninguna expresión particular. El corazón de De Trapo latía sin cesar; pensaba que nuevamente caería en un sopor, en un desmayo. Ahí estaba Mariam, tan cerca de ella, pero ahora se encontraba bajo el cuidado de la niña, que para De Trapo era un lazo, aunque reciente, también valioso.
¿En cuánto me la vendes? La quiero mucho y me gustaría tenerla de nuevo, preguntó la mujer.
Con la generosidad que distingue a una niña de seis años, contestó: Si es tuya, te la regreso. Cuídala bien porque está muy bonita.
Y con su mano breve, tomó a De Trapo por el torso y la entregó a Mariam, quien la recibió con ambas palmas, peinó sus trenzas, acomodó su vestido, le dio un beso y la introdujo en su bolsa de mano. De Trapo vio cerrarse la bolsa desde dentro y regresó nuevamente a la oscura intimidad de Mariam.
Desde ahí escuchó un «gracias» de la voz de Mariam y las tres esbozaron, al mismo tiempo, una sonrisa tierna y tranquila.