Un semestre en la cárcel

1. Tuve un sueño. Soñé que estábamos en la casa, mis padres, mi hermana y yo, que comenzaba a temblar y todos salían, excepto yo, que me quedaba parado en el arco de la puerta, observando.

2. Nuestra vida podría asemejarse al camino del héroe. Si una de las etapas es la muerte en el mundo extraordinario y resurrección al mundo ordinario, entonces esto es como la muerte y el regreso será cuando salgamos del pozo, como Bruce Wayne.

3. Cuando era niño a mi padre le decían «el loco» por su manera de pensar. Teníamos una jaula llena de pájaros que él quería liberar, decía que ningún ser vivo merecía vivir encerrado. Cierto día, sin que nadie se diera cuenta, abrió la jaula y todos los pajaritos escaparon. Nos enojamos con él y le dijimos «loco». Cuando era niño pensaba que mi padre estaba loco, pero ahora me doy cuenta de la razón que tenía, ahora que estoy encerrado en esta jaula.

4. Disculpe, maestra, ¿usted cree que cambiemos?

 

La clase

La clase comenzó con catorce estudiantes, a pesar de que en la lista estaban apuntados treinta. Finalizaron solo diez; algunos desertaron en la segunda o tercera clase y otros nunca asistieron. De los que se quedaron me aprendí sus nombres y conocí sus historias, sus inquietudes sobre el lenguaje y sobre cómo funciona el pensamiento. Uno de ellos estaba ansioso por conocer las nuevas reglas de ortografía de la Real Academia Española, otro me insistió en que le explicara qué significaba inicio, desarrollo, clímax y desenlace; aquél necesitaba que sus textos fueran coherentes y uno más me dijo que tenía ganas de escribir una narración colectiva, que deseaba construir una historia paso por paso, desde el érase una vez hasta el fin.

Todos ellos estudiaban el segundo semestre de la carrera de Derecho, pero en esta clase nos olvidábamos un poco de las leyes, normas y constituciones para dedicarnos solo a la escritura y lectura de narraciones. Los estudiantes eran internos de un reclusorio.

 

El llamado a la aventura

Antes de entrar, tenía que encargar en una casa-paquetería de los alrededores mi celular, mis credenciales y algún cargador, USB o cable que llevara de más. Solo podía ingresar con lo indispensable: poquísimo dinero, mi identificación, un oficio que me daba autorización de impartir una clase en el penal, copias de las lecturas, un cuaderno y mis plumones de pizarrón blanco. Siempre eran muchas copias y las custodias revisaban entre los papeles con mucho cuidado, que no ingresara documentos prohibidos, que el agua fuera agua, que el oficio dijera mi nombre, me preguntaban varias veces ¿a dónde va?, al Centro Escolar.

Era necesario atravesar varios filtros pero el último me ponía más nerviosa: el que va de la puerta acceso donde están los internos hasta el Centro Escolar. Imaginen a una mujer caminando sola por un pasillo de unos 200 metros de largo y estrecho como de un metro y medio, cargando una bolsa en el costado mientras que a su alrededor solo hay hombres deambulando, ejercitándose, observando y empujando carros gigantes del «rancho»; algunos de ellos saludaban: buenos días, licenciada, ¿la ayudo con su bolsa?

Algunos profesores no quieren venir porque les da miedo, me dijo uno de los estudiantes. Claro que es para dar miedo, le contesté. Pero cuando estás en el salón de clases se te olvida.

 

Mente indomable

Si pudiera describir qué pienso o cómo me siento al impartir clases de una materia universitaria a estudiantes internos en un penal, me encuentro con que no puedo describirlo claramente con palabras. En cambio, creo que lo puedo explicar con una analogía con la película «Mente indomable» (1997). Específicamente, con la escena donde el psicólogo Sean Maguire (Robin Williams) reclama al súper profesor de matemáticas universitarias del MIT, Gerald Lambeau (Stellan Skarsgård), que no presione Will Hunting (Matt Damon), un adolescente genio de las ciencias que trabaja en el servicio de limpieza de la universidad para que consiga un trabajo formal y consiga reconocimientos académicos y hasta el Premio Nobel. Maguire opina, en pocas palabras, que el éxito académico y profesional son convenciones sociales, que sería preferible que Will eligiera qué quiere hacer con su vida, a qué se quiere dedicar, en qué quiere invertir su tiempo. Por su parte, el profesor Lambeau sostiene que seguir en el camino de la rebeldía y en el empleo de limpieza haría de su vida un desperdicio y lo convertiría en un hombre fracasado.

En esta discusión interna me mantuve durante el semestre que asistí como profesora en la cárcel. Aunque ninguno de los estudiantes eran propiamente genios de las ciencias, su capacidad analítica y su interés en asuntos relacionados con el lenguaje y el pensamiento sobrepasaba lo que imaginé que me encontraría. Quizá es por la vida que han tenido, por la presión que la vida ha ejercido en ellos desde niños o desde que están en el penal, quizá es por la edad. Quizá es porque una carrera universitaria en esas condiciones exige un esfuerzo intelectual aún mayor; desde el inicial acto de inscribirse, hasta despertarse tres veces a la semana para ir a tomar clases, argumentar y resolver tareas universitarias cuando a tu alrededor hay mundo caótico donde prevalece la agresión, la violencia, la pobreza y la desintegración social. Quizá por eso su mente exprime hasta la última gota de inteligencia cuando están en ese salón de clases.

Al terminar cada clase salía del penal completamente iluminada y llena de esperanza porque los estudiantes habían logrado un importante avance académico en tan solo tres horas y me preguntaba: ¿cómo es posible estas mentes estén aquí?, ¿qué los trajo a este lugar?, ¿qué los hace reincidir?, ¿qué será de ellos mañana o cuando salgan de prisión?, ¿qué decidirán hacer con lo que han aprendido?

 

Los que enseñan y la que aprende

El último día de clases, entregué a los estudiantes una hoja en la que anoté su calificación y observaciones en una rúbrica de desempeño. Hice comentarios sobre sus áreas de oportunidad en cuanto a la escritura narrativa y la comprensión lectora, y sobre cómo podrían perfeccionar su ortografía y redacción. Fue evidente su alegría porque aprobaron la materia. Algunos de ellos obtuvieron el anhelado 10. Me parecía como si jamás hubieran escuchado un comentario de aprobación sobre algo que habían hecho.

Para cerrar el ciclo escolar hice una ronda en la que pregunté qué habían aprendido y qué les hubiera gustado revisar en la clase. Contestaron animados y yo tomé nota para mejorar mis próximos cursos, pero no pude comunicarles lo que yo había aprendido. No quería verme sentimental ni mostrarme vulnerable en ese lugar, yo sola. Una mujer sola mostrándose vulnerable en un salón lleno de hombres adultos más fuertes que yo. No me parecía el momento apropiado.

Cuando nos dedicamos a una profesión de servicio como la docencia, el cuidado de la salud, la atención a las personas, falsamente pensamos que elegimos esta actividad para «ayudar a la gente». Sinceramente, creo que uno ha elegido esta profesión porque está necesitado del contacto con los otros, de sus historias, de aprender a través de su vida; al final, es uno el que necesita la ayuda y la obtiene gracias al intercambio con los demás.

Aprendí de este semestre en la cárcel, en primer lugar, que me puedo vestir de otros colores que no sean el negro, porque han de saber que a la cárcel no puedes ingresar con ciertas prendas, así que tuve que inventar nuevas combinaciones en mi atuendo para poder asistir a mi lugar de trabajo.

Aprendí que la educación puede ser una tabla de salvación para eliminar la violencia y mejorar la vida de las personas. En la cárcel está la prueba. El acceso al conocimiento, a nuevos contextos ideológicos, abre el panorama de la mente individual, ofrece nuevas opciones para la convivencia y la realización personal.

Aprendí a aceptar. Cada uno de los estudiantes trae al salón de clases su historia particular. Algunos han cometido delitos, otros solo estuvieron en el lugar y momento equivocados. Aprendí a aceptar que, fuera como fuera, ellos tenían el derecho a recibir educación y trato digno. También aprendí a aceptar su destino. No importaba lo que yo tratara de comunicar en la clase o lo que yo consideraba «bueno» o «malo» para ellos. Cada uno tomaría sus propias decisiones y seguirá su propio camino, cumplirán su destino que está más allá, incluso, de su albedrío. Y esto aplica para todos los contextos escolares.

Aprendí el valor de una barda. Cuando salía de las clases, pasaba al lado de una barda, detrás de ella se observaban algunos cerros que no estaban lejos del penal, podría llegar caminando a ellos si quisiera; podría ir allí y recostarme sobre el verde de esos cerros, tocar el pasto con mis manos, respirar ese olor a humedad de la tierra después de la lluvia. Podía hacerlo si quisiera, en cambio, los estudiantes no. Esa barda separa el penal de la libertad. Cuánto vale esa barda.

 

J

El estudiante más joven de la clase tenía 22 años, lo llamaré J. Él fue quien me preguntó sobre la estructura de la narración y me contó su sueño sobre el sismo. En una de las primeras tareas que revisé, le escribí una nota a manera de intervención con enfoque sistémico. La nota decía así: «Frase de poder: Papá, tú eres el grande y yo soy el pequeño. Gracias por la vida que recibí de ti.»

No recuerdo por qué elegí esa frase, quizá en la tarea me compartía algo sobre la relación con su padre que, en estos contextos, generalmente es una relación interrumpida o rota. No le di seguimiento a esta intervención, lo dejé deliberadamente en manos de J, solo si él quería podría tomarla y hacer algo con ella.

En la penúltima clase, mientras repasábamos que cada uno tuviera las tareas completas, J pasó a mi escritorio y compartió conmigo que había leído la frase aquella y que lo había «dejado pensando». Cierto día llamó a su padre y le leyó la frase por teléfono: «Papá, tú eres el grande y yo el pequeño. Gracias por la vida que recibí de ti». Me he sentido más tranquilo después de esto, finalizó.

J no asistió a la última clase del semestre. Su compañero de mesa me informó que J había obtenido su libertad días antes, que fue una sorpresa para él porque en el amparo le redujeron la condena y hasta «había cumplido de más». Aún así, dejó su trabajo final porque quería aprobar la materia.

Ya la había aprobado el día que llamó a su padre.

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Escribo esto con mucho respeto hacia los estudiantes y sus familias.

 

Nuestros desaparecidos

Esta vez hablaré de los desaparecidos. Pero no de los desaparecidos políticos, aquellas personas que no conocemos pero que pertenecen a una familia, que una vez salieron de su casa y no han vuelto. Algunos piensan que los han asesinado; otros, que los ocupan para trabajo forzado, para trata de blancas, para tráfico de órganos. En el mejor de los casos, simplemente se fueron sin avisar, a empezar otra vida. Sus familiares y nosotros esperamos encarecidamente que regresen, pronto, algún día, que regresen.

Estos desaparecidos son los que nos importan públicamente, los contamos y en la mejor oportunidad se los recordamos a nuestros gobernantes. Queremos que, al igual que nosotros, tengan muy presente la cifra de los más de 32,000 que faltan. Queremos que acepten esta cifra y que se aprendan sus nombres así como nosotros los sabemos.

Como dije, no hablaré de ellos en los siguientes párrafos. No obstante, espero y ruego que regresen, que aparezcan, que sus familias encuentren a su persona amada y la paz en su alma.

Sin embargo, hay otros desaparecidos de los que no hablamos, de muchos de ellos incluso no conocemos su nombre; los hemos olvidado por descuido o por consciente omisión. A ellos los llamaré «desaparecidos de nuestro sistema». Son tantos que, si sumáramos la cifra, el resultado numérico sería mayor que el de los desaparecidos políticos. Y entonces a quién le reclamaríamos esta omisión y con qué cara.

 

Desaparecidos hacia arriba

Imaginemos nuestro árbol genealógico, veamos a las generaciones que nos anteceden: padres, abuelos, bisabuelos, etc. Entre ellos hay una lista importante de personas a las que nunca nombramos; de alguna manera, solo pronunciar su nombre puede desatar un disgusto o incomodidad grande para algunos miembros de la familia.

Pienso, por ejemplo, en la niña cuya madre tiene un segundo matrimonio. El padre biológico de la niña se fue o falleció. La madre, al formar una nueva familia, pide a la niña que le diga «papá» a su nuevo esposo y la infante, por esa obediencia ciega que profesa a la madre y también por la necesidad de su corazón por completarse, accede a llamar «papá» a ese segundo marido. Con este simple hecho, se pretende borrar -como si fuera posible- la imagen y existencia del padre biológico. Parece resultar bien, la niña parece olvidar o se esfuerza por ello; pero en el fondo el recuerdo del padre biológico persiste, ese primer amor está presente, aunque oculto.

En un primer escenario, la niña crecerá sin ningún problema y tendrá una vida exitosa. En otro, en donde ella con todas sus fuerzas lucha por olvidar, su alma constantemente la traiciona imitando inconscientemente al padre biológico, recordándoselo con su propia presencia a la madre. Esto puede provocar consecuencias insospechadas. Lo menos grave: el odio hacia la madre por obligarla a borrar una parte de su vida; también se podrían presentar conductas antisociales que representan el grito desesperado por la necesidad de la presencia del padre; la esquizofrenia también puede surgir en la vida de aquella niña, cuya mente dividida -entre el amor por el padre que no se nombre y el deseo de ocultarlo por amor a la madre- sería una consecuencia de una desaparición más que forzada.

Así mismo, podríamos recordar a tíos, abuelos, hermanos de los abuelos y otras personas más que hemos excluido de nuestro sistema más próximo, el sistema familiar. Seres que han sido condenados al exilio simbólico o real por conductas reprobables -a ojos de la familia- que han causado dolor y daños aparentemente irreparables.

«Vamos a ir a la casa de la abuela, por favor, no se te ocurra mencionar a M. porque se pueden incomodar.» Estos que no nombramos son nuestros desaparecidos hacia arriba.

Desaparecidos hacia abajo

En el nivel de nuestros hermanos y de nuestros hijos, de igual manera podríamos obtener un número considerable de familiares no reconocidos. Y su posible recuerdo puede ser aún más doloroso por el hecho de que estas personas han desaparecido por una muerte temprana; su alma no alcanzó a desplegarse en el mundo terrenal o incluso aún no estaba entre nosotros.

Hasta la mitad del siglo XX, la mortalidad infantil tenía una tasa elevada en México (aprox. 10% de mil, véase este artículo).
Nuestras mujeres y sus familias atravesaban por un gran dolor ante la pérdida de sus niños y niñas, pero no había tiempo de vivir un duelo; las condiciones del momento exigían continuar con la vida. Esto implicaba, en ocasiones, seguir construyendo la familia, dar a luz más hijos. Por este motivo, me parece, muchos niños fallecidos a corta edad o recién nacidos fueron desvaneciéndose, aparentemente, del recuerdo familiar.

La madre, obligada por las circunstancias, tarde o temprano ya no habla de su pequeño o pequeña; sin embargo, en algún momento de soledad o en un espacio vulnerable se encuentra ante el dolor irresuelto que busca compensar dedicándose con todo su empeño en los hijos que siguen vivos, aunque ese amor desmedido no la satisfaga, pues falta uno al que iba dirigido.

Más delicado aún es el tema de los niños y niñas que han sido abortados. Por favor, veamos este hecho libres de juicio. Muchos de los desaparecidos de gran peso para el sistema familiar son aquellos niños que no han llegado a la vida. Incluyamos en esto a los abortos naturales y provocados. Con qué facilidad pretendemos olvidarlos; para gran parte de la sociedad estos niños y niñas no cuentan. A las mujeres se les vende la idea de que este evento se puede superar fácilmente y vivirse como la decisión de ir a la escuela o al trabajo. La ausencia de estos niños pesa tanto como la de una persona con la que hemos convivido por años.

Apenas he esbozado a los desaparecidos de nuestro sistema. Podría hablar extensamente de otros miembros que hemos excluido como: hijos adoptados que después se fueron, familiares en la cárcel, familiares internados en hospitales psiquiátricos y asilos; familiares que no hemos visto en años por distanciamiento y desinterés. También son nuestros desaparecidos todos aquellos que se vinculan por la vida y por la muerte con nuestro sistema familiar y cuya presencia ocultamos, por ejemplo, quienes han quitado la vida a alguien de nuestra familia y a quienes nuestra familia ha causado un dolor igual.

Todos ellos son nuestros desaparecidos, y quizá son más cercanos que aquellas otras por las que nos indignamos y marchamos públicamente.

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La omisión de estos seres en nuestras vidas es una de las causas de innumerables conflictos familiares, así lo demuestran todos los hallazgos de la Terapia Sistémica Transgeneracional de Bert Hellinger.

La solución no es traer a la conversación de sobremesa a los excluidos. Esto provocaría un conflicto mayor. Ojalá fuéramos tan maduros como para hablar sin apegos y sin juicio de la vida de estas personas, expresar el amor que sentimos por ellas o el enojo que nos causaron y reconciliarnos por lo menos espiritualmente, reencontrarnos con ellos. Aún nos falta madurez emocional.

Por ahora se me ocurre incluir en nuestra ofrenda familiar un espacio para nuestros desaparecidos, pues es verdad que muchos de ellos ya han muerto. Un espacio para nuestros abuelos, tíos, padres, hermanos e hijos, los que habíamos olvidado. Integrarlos en este lugar privado. Nuevamente forman parte de la familia, pertenecen. Han aparecido en nuestro corazón.

La belleza no es sino el advenimiento de lo terrible

O al revés. Lo terrible es el advenimiento de la belleza.

El 19 de septiembre avisaba que sería un día largo. Lo comencé a las seis de la mañana. Ese día tenía clase en la universidad, pero antes, debería ir a una reunión laboral y antes, terminar algunos pendientes de la casa. Para lograr mis propósitos, me levanté temprano a barrer y trapear los cuartos principales de mi hogar. Me gusta comenzar siempre por el interior antes de ir afuera, primero limpio lo de adentro y después atiendo los asuntos del exterior. Lavé trastes, revisé mensajes de mis estudiantes en línea, me bañé y vestí, preparé mi bolso con material didáctico y me dirigí a la reunión programada a las 9 a.m.

Aunque una fuga de agua sobre la Avenida Insurgentes hizo que la circulación se congestionara por algunos minutos, logré llegar más o menos a tiempo a la reunión. Más o menos a tiempo para los eventos que fueron aconteciendo.

Nos informaron que a las 11 habría un simulacro. El que se hace cada año en conmemoración de ese otro sismo del 19 de septiembre de 1985, que no viví, decía yo. Pero ya lo viví.

Durante el simulacro me pregunté qué pasaría si este sismo fuera real. Cómo bajaríamos de un edifico de 6 pisos más de doscientas personas. Qué lugar sería el más seguro para nosotros en la estrecha calle de Altavista, ex camino al Desierto de los Leones, llena de edificios de reciente construcción, todos ellos de más de seis pisos; cuál sería nuestro lugar de seguridad en esa callecita siempre saturada de automóviles que suben a Periférico y bajan a Insurgentes. De qué manera se podría guardar la vida de las más de 500 personas que, en pocos minutos, poblaron la calle durante el simulacro. Pero solo era un simulacro. Así que no importaba tanto que algunos refunfuñaran por tener que participar, que otros se detuvieran obstruyendo las banquetas, que no estuviera claramente señalizada la salida. Que un auto pitara desesperadamente para que lo dejáramos pasar, porque detuvimos su ruta dos minutos por el tonto simulacro. Incluso el expositor de la reunión, una vez que regresamos a la sala, nos pidió disculpas por el tiempo perdido. Disculpe usted por este simulacro hipotético de 8.0 en la escala de Richter, con epicentro en Guerrero. Todo ángel es terrible. Todas las hipótesis piden su comprobación.

Todo ángel es terrible

Sin haber vivido el sismo del 19 de septiembre de 1985. Después de la comprobación de la hipótesis que solo falló por algunos grados y unos estados de diferencia, presentí que aquellas escenas conocidas por reportajes, documentales y películas donde aparece el Papa, se repetirían. No ví caer ningún edificio, no vi ningún desastre durante los tres minutos que duró el sismo, pero la hipótesis comprobada nos decía, a las miles de personas que andaban de un lado a otro en las calles, que aquellas escenas se estaban repitiendo. Dos tiempos estaban sucediendo como universos paralelos, un pasado aparentemente superado y un presente redivivo.

Y es que los ángeles, se dice, a veces no distinguen si están entre los vivos o los muertos, si están en 1953, en 1985 o en 2017.

Después de dos horas caminando sobre Insurgentes para llegar a la casa y ver que paredes, tanques de gas y gatos estuvieran bien, nos dimos cuenta de que no había luz, no teníamos teléfono ni manera de saber qué estaba pasando más allá de las hordas de gente caminando; algunas de ellas humanamente auxiliadas por automovilistas que las llevaron «de ride» a su destino, la gran mayoría de estos solo estaban en su propio asunto de cláxones y carriles. Me di cuenta del poder de los pies y de la inutilidad de un auto que no avanza y que tampoco puede trasladar a una sola persona atrapada en el tráfico de Insurgentes.

Afortunadamente, guardamos un teléfono que resultó bastante inteligente a pesar de su tecnología de 2010. Tenía radio y lo prendimos. Nos enteramos de los edificios caídos en distintos puntos de la ciudad. Una escuela caída. La Roma y la Condesa (lugar de donde emigramos en 2014 después del sismo de Viernes Santo) con varios edificios colapsados. Se necesitan voluntarios para levantar escombros y rescatar a gente que probablemente yace bajo toneladas de concreto, las necesitamos en la explanada de la delegación Cuauhtémoc.

Fuimos.

 

Pero en fin, los urgidos prematuros

Que se marcharon ya, no necesitan

de nosotros.

Pero nosotros, que necesitamos

De tan grandes misterios:

Nosotros, para quien de la misma tristeza

Brota un aumento de felicidad

¿Podríamos vivir sin ellos?

De la explanada de la delegación Cuauhtémoc (en la que vimos al delegado con cara acongojada, junto con su esposa, posando para los medios de comunicación) a los cientos de personas que asistimos como voluntarios nos dividieron en equipos y nos llevaron a las zonas damnificadas. Pero mi equipo, por lo menos, en ningún lugar fue requerido.

El primer lugar que visitamos fue el laboratorio de la calle de Puebla 282, en la Roma Norte. Nos informaron que había materiales tóxicos que no podrían ser manipulados por ciudadanos comunes y corrientes. Aquí solo los de la Marina y la Cruz Roja. Mejor vayan a Chimalpopoca y Bolívar, ahí se necesita mucha gente.

Con la astucia de la juventud para secuestrar camiones, los más jóvenes del equipo convencieron al chofer de un autobús de que nos llevara a la colonia Obrera. Arribamos pero sin ser ya solicitados; en cambio, la gente aglomeraba las calles, se amontonaban por todos lados automóviles con víveres, con herramientas para quitar escombros. Aquí no los necesitamos, no obstruyan la calle, gritaban los oficiales en evidente desesperación por el desorden de los curiosos, los que querían ayudar y los vecinos del lugar.

Mientras un montón de extraños pasaban por las calles con cubetas, palas y botellas de agua, los vecinos más pequeños, los que eran de allí, jugaban futbol en el deportivo de la esquina. Atrás gritando por ayuda: necesitamos unas cuerdas, cuerdas, consigan cuerdas; los niños: ¡goooool!

Los dos días siguientes también buscamos dónde serían útiles nuestras manos. Que la carrera que estudié me sirva de algo, pensaba, aunque sea para levantar escombros. Pero no encontraba dónde. Estas ansias por ayudar pronto se convirtieron en frustración por no lograrlo. Qué estoy haciendo, qué estoy no haciendo, qué debo hacer, me preguntaba. No sabía cómo servir a mi ciudad, a mi país, cómo servir a toda esa gente que no conocía pero que ahora presentía tan cercana, parte de mí, de mi familia.

Un sentimiento de impotencia se apoderaba de mí. Solo supe rezar, fui a rezar a un lugar sagrado, a entregar mi voluntad a Lo Más Grande, Lo que había originado esto, la Causa, el Sismo y la Finalidad. Me pongo a Tus pies, soy tu siervo.

Entonces sobrevino la belleza.

Conocimos el amor. Contemplé como testigo a filas de personas cargando víveres, herramientas, informando sobre  las necesidades de la gente, juntando brigadas de apoyo, yendo a los albergues a limpiar, cocinar o reconfortar de alguna u otra manera a nuestros hermanos.

Gente que se formaba por horas para entrar a una zona cero a cargar, durante otras muchas horas, una carretilla con escombro. Gente que se trasladaba de norte a centro o de sur a centro de la república para dar alimento, consulta gratuita o contar un cuento a niños aburridos y desconsolados en los albergues y pueblos.

Civiles, soldados, marines, bomberos, rescatistas de muchas nacionalidades y perros entrenados trabajaban meticulosamente, con precisión de cirujano, retirando una a una capas de concreto, con la esperanza de que de alguna de ellas emergiera la vida.

Conocimos el amor tal como es. Puro. En ese momento pasaba a segundo término lo particular de la persona debajo del concreto: hombre, mujer, niño, político, delincuente, anciano, inmigrante documentado o indocumentado, ser humano o animal, de raza o mestizo. Los que conocen el amor no distinguen, estamos aquí para la vida.

Esto es el amor. Querer ver con vida lo otro, ver respirar lo otro porque soy yo, porque está vivo, porque si lo otro falta yo estoy incompleto.

Dos semanas después nuestros corazones pudieron descansar cuando encontraron el último cuerpo en Álvaro Obregón 286. Eso es el amor: no descansaré hasta que todos sean vistos.

No queremos regresar a la normalidad, decían las personas. Si esto es el amor, no queremos regresar a ese otro estadio en el que nos separamos, pasamos de largo por la vida del otro, ignoramos su existencia, hacemos distinciones. No queremos regresar a la normalidad de gente encerrada en su cubículo, de niños sentados en pupitres escuchando sermones del profesor, de jóvenes enajenados a pantallas, de departamentos de 35 metros cuadrados que cuestan dos millones de pesos, de tráfico, de transporte atiborrado; prefiero tener el alma en vilo por la vida del otro que regresar a esa miserable normalidad.

Sin embargo, aquello otro también es una cara del amor: la queja por las calles intransitables, por la interrupción del trabajo, por los negocios cerrados y, dos semanas después, la gente volviendo al trabajo, aún entre el polvo y las macetas rotas. Regresar completamente, mirar de nuevo el programa de televisión que había sido suspendido, hablar de los estrenos de las películas, comenzar sus campañas para la presidencia. Eso también es el amor que quiere mantener el sistema como siempre, que se opone al cambio porque implica abandonar la seguridad y dirigirse a la destrucción, porque implica la desaparición de lo que ha permanecido tantos años, aunque no funcione. El amor es querer que todo permanezca, todo.

Queremos creer que los eventos son pruebas de vida, pero quizá simplemente ocurren sin ningún motivo, sin finalidad. No están dirigidos a nadie. La vida solo es eso ocurriendo y el humano es solo un papalote siendo volado por las manos de un niño inquieto.

Quizá la hipótesis no quería probar nada.

Y a la luz de tres semanas de distancia, pero que también parecen como treinta y dos años y como ayer, regresamos a nuestras vidas, con esta nueva rutina y con el conocimiento de que la tierra aún pide algo de nosotros.

 

Dinos, tierra: ¿no es eso lo que quieres, renacer

en nosotros, invisible? ¿No es tu sueño poder ser

invisible alguna vez? -¡La tierra! ¡Invisible!

¿Qué misión impones sino la transformación

absoluta?

Tierra, a quien yo amo, así lo quiero.

Oh, créeme: tu no necesitas ya

tus primaveras para conquistarme.

Una de ellas, ah, solo una,

es demasiado ya para mi sangre.

Indeciblemente me someto a ti; desde lo más remoto

vengo a ti consagrado.

Siempre tuviste razón. Y tu inspiración más sagrada

es la muerte -la muerte amiga.

Mira, yo estoy viviendo…

¿De qué? Ni la infancia ni el porvenir

disminuyen. Una existencia numerosa

brota en mi corazón.

 

Nota: Las frases y versos en cursiva corresponden a Las Elegías de Duino de Rainer María Rilke, en la versión de Juan Rulfo, editorial Sexto Piso. Este poema me acompañó y reconfortó durante los días posteriores al sismo.

La Independencia

 

Los mexicanos celebramos, entre la noche del 15 y las primeras horas del 16 de septiembre, el Día de la Independencia. Festejamos que en 1810 un cura comenzó una revuelta que terminaría por desbancar a La Corona Española del dominio de la Nueva España. Durante 300 años, los pueblos originarios y muchas otras personas que eran traídas a este lugar desde Asia o África, habían sido sometidas, esclavizadas y masacradas por una cultura que, según su propia interpretación, tenía derecho sobre estas tierras y la gente que vivía aquí, gracias a la fuerza de las armas.

Aún hoy, en el siglo XXI, hay quien piensa que a México le habría ido mejor como país si hubiese permanecido como colonia de alguna corona (la española o la francesa); son estas personas las que pertenecen a partidos o grupos de poder en donde se repiten esquemas de sometimiento, esclavitud y masacre para conseguir beneficios personales.

Aunque suene ingenuo, me gustaría indagar sobre el significado de la palabra «independencia». Según el diccionario, significa «no depender», «no admitir intervención», «ser autónomo». Me pregunto si la sociedad mexicana ha alcanzado la independencia, no como estatus político, sino como acto de identidad, de maduración.

Decimos que un ser humano es independiente cuando ha dejado de estar atado a las condiciones particulares de la familia o sistema inmediato y, por sus propios medios, consigue sostener su vida. Por ejemplo, una joven que no vive en casa de sus padres, que trabaja y organiza su economía y que se hace responsable de su alimentación y salud, por decir solo algunas características, decimos que es una persona independiente.

¿Cómo podríamos definir a una sociedad independiente? Quizá una sociedad independiente es la que no está sometida a las decisiones del Estado (en analogía con los padres) para poder resolver sus problemas. En este sentido, veo que no somos una sociedad independiente. Escuchamos en la calle, leemos en las redes sociales y en los noticieros, la constante queja hacia el gobierno y la petición o exigencia de que dicho ente solucione los problemas que aquejan a la ciudadanía. Aunque tiene sentido esta exigencia, por distintas razones que ahora no enumeraré, sabemos que al Estado le es imposible atender su responsabilidad, como a muchos padres y madres no les fue posible satisfacer las necesidades de sus hijos.

Por otro lado, en ciertos momentos, como el que atravesamos actualmente, cuando dos estados de nuestra República se han visto gravemente afectados por un fenómeno natural, la sociedad ha demostrado que la organización comunitaria ha superado por mucho lo que puede lograr un Estado anquilosado por la corrupción y la burocracia. Es decir, el pueblo-hijo está pasando de la exigencia pueril a la acción, como un joven que comienza a trabajar para mantenerse, a expensas de lo que hayan hecho o no sus padres.

No obstante, creo que hace falta una condición más para alcanzar una total independencia como sociedad. Los niños no logran ser independientes mas por un estado psicológico que por uno físico; en cierta etapa de la infancia, los niños son completamente narcisistas, es decir, creen que son el centro de todo, que son merecedores y que están para que sus necesidades sean satisfechas, por ello los niños se dedican a pedir, a exigir. Pero en realidad los niños son dependientes, de su madre, de su padre y de sus mayores para sostenerles la vida; el niño no alcanza la madurez hasta que sabe que sus necesidades no serán satisfechas por nadie más sino por él mismo y, algo más, el niño o la niña alcanzan la madurez cuando están capacitados para dar.

Y en este punto, creo, estamos los mexicanos. Apenas entendiendo cómo satisfacer nuestras propias necesidades, aún dependientes de lo que el gobierno, el patriarcado o las economías dominantes nos dejan hacer y nos dan. Estamos apenas saliendo de una infancia alargada durante más de 200 años y estamos apenas entendiendo que la única maduración posible está en darse cuenta de que el niño-México no necesita depender de su padre-Estado para su bienestar, que también está capacitado para dar.

Imagen tomada de El sol de México

La crisis de Cenicienta

Contar historias a los niños

El tema de los cuentos infantiles o los cuentos que contamos a los niños ha llamado mi atención desde 2014, cuando aprendí en una formación con Bert Hellinger que las historias que escuchamos en la infancia, ya sean ficticias o reales, aún más las historias familiares, pueden marcar nuestra vida. Las decisiones que tomamos y la manera en cómo respondemos a los eventos está relacionado con las narraciones que escuchamos cuando niños.

Los niños necesitan de modelos a seguir. Las primeras figuras a las que imitan son los padres, ante su ausencia, seguirán a otros adultos que los acompañen pero también impactan en el imaginario del niño los héroes de las historias que escuchan o que miran. El niño o niña se encuentra en etapa de formación, es por ello que es susceptible de identificarse con cualquiera de los arquetipos con los que tenga contacto. Por ello, es importante que el infante cuente con una guía adulta que filtre la información y los estímulos que recibe, acotando las aventuras del héroe en un marco ético.

Durante los primeros años de la infancia observamos cómo el niño o la niña se identifica con los ciertos personajes. Somos testigos de pequeños que nos piden llamarlos con el nombre de una caricatura, imitan sus gestos, palabras y actitudes. Es completamente normal en la etapa de formación de la personalidad. No obstante y por esta razón, es importante que los padres y madres interesados en la educación de sus hijos revisen a qué tipo de historias tienen acceso sus hijos. Es necesario también que los padres y madres sean cuidadosos en el discurso que comparten con sus pequeños; qué cuentan y cómo lo cuentan, a quiénes presentan como héroes, a qué tipo de obstáculos se enfrenta el héroe, cómo los supera, qué tipo de persona es el antagonista, cuál es el resultado de superar los obstáculos, cuál es el final para el héroe. Estos detalles inciden en la formación del mundo interior del niño o niña, en lo que considera como bueno o como malo, en sus aspiraciones y metas.

Todo esto es relevante no solo al contar historias de ficción sino también cuando compartimos anécdotas de la familia y sus integrantes, cuando narramos la propia vida. Pensemos en la diferencia que habría entre una niña a la que cuentan la historia de un padre que abandonó a sus hijos por ser mal padre y, por otro lado, un niño al que cuentan la historia de un padre que no pudo acompañar a sus hijos porque tenía un destino diferente; ¿qué sentimientos hacia el padre generaría esta historia en la niña y en el niño?

Independientemente de las historias que contemos a los niños y niñas, de la intención que pongamos en ello, no podemos estar seguros de cómo el infante interpretará la narración y qué hará con ella. No podemos controlar lo que pasa por la mente del niño ni mucho menos su camino de vida. Esta situación puede generar estrés a algunos padres y madres. Suelo decir a los encargados de la educación de los niños que confíen, a pesar todo, el niño saldrá adelante. Como hiciste tú, que llegaste hasta aquí, a pesar de todo. Aún así, vale la pena poner atención en las palabras.

 

Contar historias a las niñas

Las niñas de mi generación (que crecieron en los años 90), querámoslo o no, hemos sido educadas con las historias de la televisión, en específico, con las telenovelas. Nuestras madres, nuestras abuelas o nanas fueron espectadoras de estas narraciones televisivas, de las que niños y niñas tomaban modelos a seguir. En particular, las niñas aprendimos mucho. De manera recurrente se nos presentaba el relato de una huérfana que por azares del destino llegaba a vivir a una casa donde sufría maltrato; cierto día, la huérfana conocía a un hombre de mejor posición que ella y se enamoraba; aunque no era fácil consumar el amor, para ello, el hombre la tendría que elegir entre otras y demostrar su entrega incondicional por medio del matrimonio.

Es la historia de la Cenicienta. Dicha narración guarda un contenido inconsciente, simbólico, bello. A pesar de los prejuicios que mis lectores y lectoras tengan, La Cenicienta es una historia de autodescubrimiento. En cierta edad infantil, no se hace distingo por el sexo ni la libido está despierta al grado de pensar en la unión sexual constantemente. Para un niño o niña, el cuento de la Cenicienta representa la resiliencia, es decir, el ánimo con el que una persona afronta los obstáculos y desgracias de la vida. Cenicienta, como su nombre lo indica, vive entre las cenizas, está oculta entre lo más humilde y consagra su vida al servicio; no tiene jerarquía en el sistema familiar, así mismo se siente un niño en su propia casa: no tiene rango ni voz, está oculto entre los demás hermanos o al final de la lista de los familiares. Cenicienta conoce al príncipe, es decir, sabe que pude alcanzar un alta jerarquía, ser mirada y valorada, ser la elegida. Pero el puesto de princesa no se logra de la noche a la mañana (con un solo baile), deberá pasar un tiempo en el que, además, tendrá que probar su verdadera identidad.

Lejos de una interpretación sexista, cenicienta o ceniciento, la niña o el niño, deberá demostrar a su príncipe (su más alta aspiración humana y espiritual) su autenticidad, su verdadera esencia, su ser. La prueba es que el pie corresponda perfectamente con el zapato: su ser verdadero no ha sido alterado, manchado ni corrompido por las cenizas, por la vida de servicio, por la pobreza, ni por la carencia o el maltrato.

Visto de esta manera, el cuento de Cenicienta es una historia de superación. Me parece que, en el fondo, así es como la hemos asimilado a quienes nos ha tocado, ya sea por medio del cuento popular o por la interpretación de las telenovelas.

Sin embargo, no podemos dejar de lado que los productos televisivos, que pasan por el filtro del mercado y de los grupos comerciales, de los intereses particulares y de las necesidades de la sociedad, aportan mensajes donde predomina el pensamiento dominante. En el caso de la sociedad mexicana del siglo XX, en donde más de la mitad de la población vivía en la pobreza, la mayoría de las mujeres se dedicaban principalmente a las actividades domésticas y una de las formas de ascender socialmente o ser reconocida era por medio del matrimonio heterosexual, para este tipo de sociedad, la historia de Cenicienta bajo el sesgo de las telenovelas mandaba mensajes muy particulares a las madres mexicanas y a sus hijas.

Creo que ahora vivimos una crisis de la Cenicienta. En cierta manera, las niñas aprendimos que la culminación de nuestras metas llegaría cuando encontráramos una pareja con la que adquiriríamos cierto estatus o pertenencia. Pero, debido a la evolución del contexto mexicano, en el cual las mujeres gozan de acceso a la educación profesional, independencia económica y un mejor nivel de vida (mucho de esto a costa de lo que nuestras madres padecieron), las mujeres somos capaces de cumplir nuestras metas sin el acompañamiento del «príncipe». La crisis que observo consiste en que algunas mujeres aún se sienten incompletas por la falta de la pareja y no pueden reconocerse a sí mismas en el éxito ante la ausencia de esta.

Así como sugiero a los adultos que confíen en los niños, también les digo (nos digo), a las mujeres, que confiemos. El tiempo nos dirá dónde está el príncipe. Como dije antes, para los niños el príncipe no es precisamente la pareja sexual sino la más alta aspiración individual. El príncipe es el Alma humana, el ser verdadero que nos reconoce aún cubiertos de cenizas. Aunque para algunas personas el tener pareja es una de las principales aspiraciones, es importante reconocer al príncipe dentro de nosotros. Primero necesitamos lograr el matrimonio y comunión con nuestro verdadero ser, integrados. Luego la pareja llegará -o no- a tocar la puerta, querrá probarnos la zapatilla y sabremos de antemano que calzamos perfecto en ella.

 

Referencias:

Psicoanálisis de los cuentos de hadas de Bruno Bettelheim.

De cómo mis gatos me regresaron la felicidad

Seré tus ojos, tus manos y tu amor.
Cuando esto suceda
las cosas que odiaste
se volverán tus ayudantes.
Rumi

Los conocí hace dos años

Dicen que los gatos son los dueños de internet. Es cierto. Me puedo pasar horas viendo videos y fotos de ellos. Me siento feliz. En la casa tengo dos mininos. El año pasado perdí uno a causa de la leucemia, eso lo cuento en Amar a los animales.
Cuando estoy en casa, todo el día se trata de los gatos: me despiertan a las 4 a.m. para servirse de comer, lo primero que hago al levantarme es revisar que esté limpio el arenero y su fuente de agua. También son dueños de mis espacios, se duermen en mis sillas, sobre mis cuadernos, en el teclado de la computadora. Se apropian también de mis quincenas entre la comida y el veterinario.
Sin embargo, esta convivencia entre los gatos y yo empezó apenas hace dos años. La casa a la que había llegado a vivir me parecía demasiado grande para las personas que la habitaríamos; había un jardín que antes habían disfrutado niños y perros. Sabía que faltaba algo en esta casa. Además, necesitaba alguien que me acompañara, que fuera mi compañero «de oficina», porque yo trabajo mucho tiempo en la casa.
Necesitaba un gato. Una amiga puso en Instagram la foto de una camada que había nacido recientemente en su jardín. No lo pensé mucho, fui por uno.
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Del instagram de mi amiga: Catulo y su hermanita

Alergia inesperada

Desde que el pequeño gato de dos meses de edad llegó a mi casa, comenzó el ataque alérgico. Me lloraban los ojos, tenía escurrimiento nasal y, aún peor, se me cerraba la garganta. Parecía que sería imposible que el minino y yo estuviéramos cerca. Pero era un cachorro y estaba acostumbrado a jugar con sus hermanitos (a los que dejamos en el jardín de mi amiga), así que el pequeño la pasaba mal, pues yo solo me dedicaba a bajarlo de escritorio, retirarlo de mis piernas cuando quería dormirse encima y lo mandaba a una habitación aparte. Me sentía terrible al escucharlo maullar por las noches, porque estaba solo en una habitación grande, y oscura.
Definitivamente no permitiría que esta situación durara mucho tiempo. No quería estar separada del gato al que había traído con tanta ilusión. Tomé la recomendación de mi marido que fue hacer una sesión de Terapia Tapping EFT que, de acuerdo con sus investigación, era muy recomendada para las alergias y fobias. La verdad es que no creía y sigo sin creer en esta terapia, pero no sé, de alguna manera se fueron liberando emociones que me hicieron descubrir el origen de mi alergia.

Liberando emociones

La terapia de tapping EFT consiste en hacer presión en ciertos puntos del rostro y del cuerpo con los propios dedos (digitopuntura), mientras repites algunas frases relacionadas con lo que no puedes tomar en ese momento. Les digo, parece una tomada de pelo pero por alguna razón me funcionó. La primera frase fue: «Aunque tengo esta alergia, me amo y me acepto completa y profundamente»; después siguió la frase: «Aunque esta alergia me hace estornudar y llorar, me amo y me acepto completa y profundamente»; después: «Aunque lloro porque no puedo tener este gato, me amo y me acepto completa y profundamente».
Entonces surgió la pregunta: ¿qué representaba el gato en ese momento de mi vida?, ¿qué representaba el gato en mi vida?

La simbología del gato

Cuando nací, mi padre tenía dos gatos que se llamaban Bandida y Nietzsche. Conviví con ellos los primeros meses de mi vida y después mi padre los vendió, los regaló o algo así (espero que hayan tenido un buen destino). Al ver las fotos de cuando me miran con su conocida curiosidad o la foto donde mi papá me sostiene en un brazo y en el otro carga a la gata, pienso que esos eran tiempos felices. Que esa época fue la mejor de mi vida porque estaba con mis padres, porque estábamos juntos. Esos animalitos representaban una felicidad que se esfumó y se transformó un destino completamente diferente. Los gatos representaban la felicidad del paraíso de la infancia.
Entonces llegó la última frase, la que me curó de la alergia: «Aunque no puedo ser feliz otra vez, me amo y me acepto completa y profundamente».
[Ahora mismo que escribo esto me regresa un poco esa sensación de alergia. Siento que hay algo de aquel impedimento que sigue aquí presente.]
Estuve con esta frase largo tiempo. En total, la terapia de Tapping la realicé en una sola sesión que duró dos horas. Terminé muy cansada y llorando. Venían a mí todas esas imágenes de mi vida sin mi padre, sin gatos, lejos de ese hogar que era como el paraíso. Y tenía la dicha justo enfrente de mí, en esa mascota de tres meses de edad que iba a acompañarme en mis días con esta nueva felicidad que estaba disponible para mí.
Me fui a dormir.
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Yo, Bandida y Nietzsche

La felicidad

Poco tiempo después de esta sesión de Tapping completamente casera, me curé de la alergia hacia los gatos. Unos días después dejé de lloriquear, de tener escurrimiento nasales y estornudos. Catulo, pudo ronronear, jugar y descansar cerca de mí. Algunos meses después llegaron dos más a la casa. A la hembrita le puse Bandida.
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Tres gatos
Más que el Tapping, creo que me curó el autodescubrimiento, ese escarbar en lo profundo del alma y del inconsciente hasta llegar al origen de nuestros aparentes obstáculos, de lo que nos permite alcanzar nuestros deseos.
De vez en vez, regreso a esa indagación para liberarme de lo que me atora: ¿a qué le tengo miedo el día de hoy?, ¿qué me detiene para alcanzar mi objetivo?, ¿por qué no puedo ser feliz?
En aquel momento, la respuesta no era una alergia a los gatos. Era yo mi propia alergia, tenía miedo de aceptar la felicidad, a darle una oportunidad porque ya antes había fracasado. Ahora puedo ver a los mininos como la máxima expresión de la felicidad. Disfruto de estos momentos que pasamos juntos como una joya preciada; a través del amor hacia mis gatos imagino cómo era el amor de mi padre y me reconozco amando como él, feliz como fui antes, feliz ahora.

Escribir la autobiografía. Encontrar las raíces

En el texto donde hablé de El derecho a escribir (El camino del artista) comenté que uno de los ejercicios que propone Julia Cameron para despertar la creatividad es la escritura de una línea de vida. Esta actividad es muy útil, no solo para la creatividad sino algo todavía más profundo, para conocer el origen de nuestra creación misma. Con creación me refiero a de dónde venimos, nuestro origen.

En el Diplomado en los Avances de las Constelaciones Familiares, que cursé en el Instituto Luz sobre Luz, respaldado por CUDEC, el trabajo final consiste en entregar la escritura de la “Autobiografía”. Este ejercicio es tan necesario y útil para cualquier persona, que vale la pena compartir en qué consiste. Dependiendo del tipo de familia en que te tocó nacer, será una empresa sencilla o titánica, un camino fluido o lleno de baches (como a mí me tocó) una labor de recopilación o de investigación. De cualquier manera, adentrarse en las raíces del árbol de la vida resulta una experiencia de autoconocimiento y, sobre todo, un camino para sentirse completo y con seguridad en la vida.

Construir la autobiografía

De acuerdo con lo sugerido en el diplomado, supone:

  • Dibujar el árbol familiar. Obviamente en las raíces van los bisabuelos y en las ramas los bisnietos.
  • Escribir lo que fue pasando en tu vida, año con año; desde el año 0 al 1 y así hasta tu edad actual. Anexar una foto de cada año y una descripción de la misma.
  • Recapitular en ciclos de 7 años tu vida. Destacar los principales cambios y dinámicas que se repitan. (Esto es lo más parecido a la sugerencia de Julia Cameron).
  • Describir a cada miembro de tu familia en una cuartilla (sus principales características de personalidad y los hechos más relevantes de su vida). Añadir una fotografía del familiar y una breve descripción de la misma.
  • Identificar el linaje, de acuerdo con del sexo del autor. Si es masculino, será la línea de hijo, papá, abuelo, bisabuelo. Si es femenino: hija, mamá, abuela, bisabuela.
  • Como extra: se pueden escribir “cartas” de agradecimiento a algunos miembros del sistema familiar.

Es importante considerar que los datos y hechos escritos deberán ser reales, es decir, no es un relato de ficción en donde el autor tenga que completar los hechos con alguna invención. Es mejor la sinceridad cuando se desconoce o no se está seguro de los datos. Asimismo, es importante que el escritor omita el juicio hacia los miembros que describe.

Todos están incluidos. Con esto me refiero a que se tiene que escribir sobre la vida y reconocer la presencia de los siguientes miembros de la familia: padres biológicos y sus hermanos, abuelos biológicos y sus hermanos, bisabuelos biológicos. En esta indagación no están incluidos los padres adoptivos o miembros políticos de la familia, pues se trata de reconocer el origen de la propia vida y mirar, quizá por primera vez, a aquellos que habían sido excluidos.

Las revelaciones que surgen a partir de la escritura de la autobiografía tocan dimensiones no vistas por el autor. Por ejemplo, uno puede darse cuenta de que ciertos patrones de vida se repiten en el árbol familiar: profesiones, enfermedades, causas de muerte, dinámicas entre las parejas, costumbres arraigadas. El solo hecho de poner a la luz una dinámica oculta, en sí mismo es una puerta hacia la sanación de hábitos o formas de relacionarse que han perjudicado a nuestra familia, y nosotros mismos, por generaciones.

 

¿Qué tanto investigar?

Seamos conscientes de que en algunas familias las historias de personas o de hechos del pasado están veladas, en ocasiones incluso está prohibido hablar de ciertos temas o se guardan secretos celosamente. El interés de la autobiografía, en este contexto, no es el de un ministerio de la verdad en el que sea necesario enlistar todos los acontecimientos sin omitir detalles; no, la importancia está en no excluir personas, pero se respeta aquella información que no está permitido saber; consideremos que, a veces, la familia decide ocultar información para evitarnos algún daño. Por esta razón tampoco será prudente preguntar más allá de donde quieran respondernos nuestros familiares. Si notamos que alguien no sabe, no se acuerda o simplemente se siente incómodo contando algunos hechos o hablando de ciertas personas, ahí paramos. Esto también se mira y se integra.

Sin embargo, para la búsqueda de los nombres completos, fechas y lugares de nacimiento, nos podemos apoyar de algunas herramientas digitales que nos ayudan a encontrar estos datos y otros eventos importantes como matrimonios, bautismos, cruces de frontera y defunciones. Las dos principales herramientas que recomiendo son Family Search y Ancestry.

Family Search es una base de datos creada por la comunidad de La Iglesia de los Santos de los Últimos Días (mormones). Comienzas creando tu árbol familiar y sus buscadores te permiten encontrar datos de la vida de las personas añadidas. Es completamente gratuito.

Ancestry ofrece un servicio similar, sin embargo, hay que pagar una cuota por acceder a ciertos documentos; no obstante, con el mes de prueba puedes avanzar bastante en la documentación de tu árbol genealógico. Además, puedes actualizar las búsquedas con Family Search y hacer búsquedas cruzadas con este.

Familias novohispanas. Es una base de datos ofrecida por Geneanet y el Seminario de Genealogía Mexicana (Instituto de Investigaciones Históricas- UNAM) en donde puedes encontrar datos de tus ancestros, sobre todo si hay en tu familia inmigrantes de Europa que hayan venido a México en los siglos XVIII y XIX.

Para finalizar

En mi experiencia personal, la investigación y búsqueda de mis raíces me ha dejado muchas satisfacciones. Digamos que sabía un 5% de la información de mis ancestros y ahora estoy en un 80%. Tan solo con algunos datos de acontecimientos he llegado a conocer cercanamente a mujeres y hombres de los que antes no sabía ni su nombre. Aunque ya no estén presentes, las historias de su vida, los lugares donde vivieron, las personas con las que se relacionaron nos conectan. Por primera vez, después de muchos años, sé que pertenezco a un lugar, a una familia. Ahí están mis ancestros, mis hombres y mujeres, mis raíces, la fuerza de donde vengo.

Amor por la India

Como buena representante de la generación millenial, influenciada por la New Age y la pseudo espiritualidad, tengo una inclinación a conocer la cultura de la India. Incluso alguna vez he tomado clases de sánscrito; pero aún no me he propuesto viajar a la India, ni está en mis planes hacerlo. Es más, me niego rotundamente a pisar la India. Quizá esta afirmación me cierre muchas posibilidades, quizá el destino está confabulando para que mi karma se acomode a esta declaración.

“Ir a la India”, para esta humilde servidora, no representa lo que para otras personas: un viaje para sanar, para acceder a la espiritualidad, para estar en contacto con una cultura ancestral, para sumarme a algún programa de ayuda por la India. Todas estas razones me causan escozor.

¿Ustedes vieron ese comercial de Coca-Cola donde un grupo de jóvenes güeritos, citadinos, visitaban una comunidad indígena de Oaxaca (México) y les mostraban “la magia de compartir”, construyendo un árbol de Navidad gigante, adornado con taparroscas de la botella emblemática y finalizaba la escena, mientras todos se tomaban un refresco, con el eslogan #AbretuCorazón?

El anuncio partía de la premisa de que más del 80% de los indígenas se habían sentido discriminados por hablar su lengua y de ello (y las primeras imágenes del comercial) se inducía que no eran felices; en un giro inesperado, pasaban de este argumento a ser educados por estos chiquillos de clase media o alta, sobre cómo construir un árbol de Navidad y terminaban tomando Coca-Cola. Eso sí, con una frase en el árbol en la lengua materna de la comunidad.

Lo mismo que sentí cuando vi aquella publicidad, es lo que siento cuando se plantea la posibilidad de un “viaje a la India”. Como si yo fuera de la pandilla de los jóvenes citadinos que aporta, educamejora algo en la India. Y, por otro lado, aunque no pertenezco a una clase ni sociedad privilegiadas, tampoco me siento merecedora de extraer de la India ninguna de sus riquezas, ni siquiera las culturales.

Y es que, a pesar de mi afición, pronto me di cuenta de que la magia alrededor de este país era solo eso: un artificio. Que dentro de los templos hay nidos de ratas, que en la delicia de las comidas se encuentra la cólera y la tifo, que debajo de los saris las madres ocultan a sus niños esclavos que trabajan armando souvenirs para que los extranjeros los compran o revendan.

Pisar ese país me convertiría en cómplice de esa realidad, porque la sé y porque la alimento consumiendo la cultura de la India para saciar mis inclinaciones estéticas, intelectuales o emocionales.

Este preámbulo viene a cuento por la lectura reciente de la novela de Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas. Narra la historia de dos hermanos de Kerala que, debido a una desgracia, tienen que separarse. Cuando se reencuentran después de muchos años en la casa familiar, notan lo tanto que ha cambiado su pequeño pueblo, “el corazón de las tinieblas”. Principalmente a causa del capitalismo, que es un nuevo colonialismo. Solo que ahora no se trata de implantar una cultura sobre otra; sino que la cultura originaria se utiliza como anzuelo, se amolda a las necesidades del mercado y se disfraza de pop para permanecer atractiva al turismo occidental.

Esta novela es una crítica a muchos aspectos de la India: a la ideología de castas, a la ignorancia de los sometidos y, por supuesto, al capitalismo. La verdadera maestría de esta obra, sin embargo, radica en que, como la gran literatura, devela los hilos con los que está tejido el destino del ser humano, lo inevitable. Pero ya digo más porque no me gusta arruinar lecturas ajenas.

Aún así, vale la pena repetir que la novela es una crítica al modo de vida capitalista. En diferentes lugares se evidencia cómo «la cultura de la India» que tanto nos gusta, está adecuada justamente para que nos entretenga, para que la consumamos y para que no parezca tan ajena que terminemos por abandonar su país y visitar otro sitio igual de exótico pero menos extraño como ¿Japón?, ¿Korea?, ¿Tailandia?, según las tendencias.

A costa de las necesidades de su pueblo.

Junio es un mes de temporada baja para el kathakali. Pero hay templos donde ningún grupo dejaría de actuar si pasase cerca de él. El templo de Ayemenem no había sido uno de ellos, pero las cosas habían cambiado gracias a su ubicación geográfica.

En Ayemenem los grupos bailaban para quitarse de encima la humillación sufrida en “el corazón de las tinieblas”. Por sus actuaciones arregladas junto a la piscina del hotel. Por recurrir al turismo para evitar morirse de hambre.

Al volver del “corazón de las tinieblas”, se detenían en el templo para implorar perdón de los dioses. Para disculparse por corromper sus historias. Por vender sus identidades a cambio de dinero. Por malversar sus vidas.

En esas ocasiones se agradecía la presencia de público, pero era algo absolutamente incidental.

[…]

El danzarín de kathakali es el más hermoso de todos los hombres. Porque su cuerpo es su alma. Su único instrumento. Desde los tres años ha sido preparado sólo para contar historias, para ello se perfecciona y a ello ciñe y dedica su vida. Ese hombre que está detrás de una máscara pintada y lleva unas faldas ondulantes está lleno de magia.

Pero ahora se ha vuelto inviable. Imposible. Un bien declarado caduco. Sus hijos se burlan de él y desean convertirse en todo lo que él no es. Los ha visto crecer y convertirse en funcionarios y cobradores de autobús. Funcionarios de cuarta categoría cuyo nombramiento no aparece en el Boletín Oficial del Estado. Con sindicatos propios.

Pero él, que quedó suspendido en algún punto entre el paraíso y la tierra, no puede hacer lo que ellos hacen. No puede ir por los pasillos de los autobuses vendiendo billetes y contando monedas. No puede acudir al timbre que lo llama requiriendo su presencia. No puede inclinarse detrás de las bandejas con servicios de té y galletas María.

Desesperado, se vuelve hacia el turismo. Entra a formar parte del mercado. Vende lo único que posee. Las historias que su cuerpo sabe contar.

Se convierte en un Toque Regional.

En el “corazón de las tinieblas”, los turistas, instalados en su ociosa desnudez y en su interés escaso y de importación, le hacen sentirse ridículo. Pero contiene su rabia y baila para ellos. Cobra sus honorarios. Se emborracha. O se fuma un canuto. Buena hierba de Kerala que le hace reír. Y después hace un alto en el templo de Ayemenem, él y los que van con él, y bailan para implorar el perdón de los dioses.

[Fragmento de El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy, editorial Anagrama.]

Quizá parezca que estoy idealizando a la India -otra vez-, que veo a sus habitantes como esos sujetos idílicos que viven dentro de las historias del Mahabharata y en las películas de Bollywood; esos seres humanos casi míticos rodeados de sus dioses azules y sus flores de loto. Quizá sea así. Pero también prefiero respetar esa imaginación, respetar ese mundo en el cual viven, que no tengo idea de cómo es, respetar el peso inexorable de su historia, quedarme aquí y no llevar mis botellas y taparroscas de Coca-Cola a sus ríos milenarios para construir un arbolito de Navidad con mi impertinencia.

Arundhati Roy dejó de publicar novelas por veinte años, solo hace algunas semanas publicó la segunda: The Ministry of Utmost Happinessque desde las primeras páginas promete ya otra historia memorable.

Entre ambas publicaciones, se dedicó a escribir ensayos y reportajes. Leí el que publicó justo después de El dios de las pequeñas cosas, titulado El final de la imaginaciónAquí la autora muestra su preocupación por las entonces recientes pruebas nucleares que se habían realizado en la India (1998); la escritora exige que se detengan no solo las pruebas, sino la posesión de armas nucleares; para ella, ambos escenarios son igual de peligrosos y, de una u otra manera, nos llevarían a la destrucción.

No estaba equivocada. Hasta el día de hoy las armas nucleares son el juguete preferido de los gobiernos para amenazarse los unos a los otros; pero a la gente común dejó de importarnos lo que hagan con ellas. Tres años después de aquel ensayo, en 2001, los autores de la historia nos regalaron algo para que de verdad estemos preocupados. Si la inminente destrucción del planeta ya no representaba para nosotros un temor real, entonces habría que volver a lo básico, al miedo a lo tangible: la lucha cuerpo a cuerpo entre los seres humanos.

Creo que tengo razón al decir que nos tienen sin cuidado las armas nucleares, sabemos que la verdadera destrucción de la humanidad vuelve a ser en campo abierto: entre dos personas de diferente religión, entre dos sujetos de nacionalidad distinta, entre los hombres y las mujeres, entre dos generaciones, entre dos individuos de diferentes clases sociales, cuando uno de los bandos se posiciona en superioridad moral sobre otro.

Aún son vigentes estas líneas de Arundhati Roy: “A partir de ahora no debemos tener miedo a la muerte, sino a la vida.”

Los libros de Arundhati Roy los encuentras en Amazon:

Aquí puedes ver la versión comentada del Comercial de Coca-cola.

La imagen del encabezado proviene del blog Heritage of India.

 

El derecho a escribir (El camino del escritor, de Julia Cameron)

“Vende tu destreza y compra desconcierto.”

Rumi

Apenas ayer concluí la lectura de un libro. Me llevé siete meses para llegar a la última página; se debe a varios factores, entre el trabajo y las pruebas de la vida, pero también a que me propuse realizar los ejercicios que indican al terminar cada capítulo. ¿De qué libro estoy hablando? Se llama Camino del escritor o en inglés The Right to Write. Justo en el último capítulo se habla del escritor prototipo, hombre -por supuesto- y ortodoxo, que se queja de que “cualquiera pueda hacerse escritor”, “por culpa de esos amateurs a los verdaderos escritores les cuesta más trabajo ser reconocidos”. Tristemente así piensan algunas personas sobre el acto de escribir. Pero Julia Cameron, la autora, tiene una idea diferente.

Cameron es ampliamente reconocida en Estados Unidos por sus talleres de creatividad -no solo literaria. En este texto nos cuenta su experiencia sobre los miedos que agobian a los escritores, amateurs y profesionales, cuando se enfrentan a la página: prejuicios sobre el tema, la forma o la calidad de la escritura. Su consejo es, en resumen: solo escribe.

En cada capítulo propone un “ejercicio de iniciación”, con la única intención de ponerte a escribir, muchas de las tareas están relacionadas con narrar tu propia vida y es aquí donde viene lo interesante, ya que el lector-escribiente se da cuenta de que la vida propia es una fuente de material casi inagotable de tópicos y recursos de escritura. De hecho, este libro llegó a conmoverme en algunas secciones donde “me regaña” por no cultivar mis amistades, mi vida social, por no salir a descubrir el mundo. Me identifiqué porque durante muchos años he evitado reuniones, salidas y amistades con el pretexto de “no tener tiempo” y porque “preferiría estar escribiendo”, pero al final, ni ocupaba el tiempo en algo mejor ni escribía. Eso me dejaba peor de lo que estaba. Estaba frustrada, ni escribía ni vivía. Así gasté cinco años, hasta que una noche de octubre abrí el libro que tenía en la biblioteca de la casa que, por cierto, era prestado. Poco a poco me fui desengañando del tipo de escritora que quería ser y comencé solo a ser, a escribir, sobre cualquier cosa, cualquier extensión y cualquier palabra está bien.

En el momento en que me pongo a escribir, todo se equilibra. Si tomas una dosis de escritura diaria, soy capaz de estar presente de verdad en mi vida social con mis cinco sentidos. Soy capaz de estar presente de verdad en mi vida en lugar de vivir en ese país de fantasía del escritor que no escribe, ese lugar decadente donde uno siempre “debería” estar en otro sitio -escribiendo- de tal modo que uno nunca disfruta del lugar en el que está. (Julia Cameron, El camino del escritor, p. 93)

No quiero aburrirlos con detalles, pero sí ustedes, como yo, tienen un ferviente deseo por escribir, pero no saben cómo empezar ni qué decir, recomiendo que tomen este libro y emprendan la aventura de los cuarenta y tres ejercicios que Julia Cameron sugiere. Entre ellos, los que más me han gustado y enriquecido son:

  • Escribir diariamente tres “páginas matutinas” a mano. A mí, que me encantan los cuadernos y las plumas, no tardó en convencerme. La intención de estas páginas es vaciar la mente escribiendo sobre lo que pasa por nuestra cabeza; al paso de los días surgen frases que derivan en proyectos de escritura.
  • La línea del tiempo de tu vida. Independientemente de que quieras ser escritor o no, este ejercicio es excelente. De hecho, la autobiografía la he venido trabajando paralelamente, como tarea escolar de un diplomado y en otro momento hablaré de esto. Por ahora te puedo decir que una lista de los hechos que vivimos a lo largo de los años, nos brinda una perspectiva amplia de nuestro recorrido. Contarnos a nosotros mismos nuestra historia puede ser revelador.
  • Llenar la fuente. Con esto, Julia Cameron quiere decir que no tengamos miedo de salir a caminar, a observar el paisaje o tomar una taza de café con un querido amigo, ir a un museo o ver algo que nos cause placer en cualquier lado. La vista y los demás sentidos son la fuente y las experiencias, el manantial de donde eventualmente tomaremos aquello que sea necesario para nuestra escritura. Particularmente este consejo me ha servido de mucho; tiendo a quedarme encerrada, a ser introvertida, evitativa, pero ahora me doy permiso de salir, de tener amigos, de conocerme a través de lo que pasa afuera.

Al escribir estamos describiendo y decidiendo la dirección que toma nuestra vida. A medida que nos mostramos más sinceros sobre el papel y expresamos lo que nos gusta y lo que no nos gusta, nuestras esperanzas y sueños; a medida que nos mostramos dispuestos a ser claros, las tinieblas de nuestra vida comienzan a disiparse y percibimos con mayor nitidez nuestra vida. Escribir es un laboratorio de pruebas. Nos enseña a ser felices, a ser valientes, abiertos, bondadosos, leales, inventivos y, también vulnerables. Si podemos hacerlo sobre el papel, si podemos dejar que nuestra imaginación conecte los puntos, empezaremos a percibir una imagen propia mucho más completa y humana, de lo que nunca habíamos conseguido imaginar .

(Julia Cameron, El camino del escritor, p.160)

Cuando inicié la lectura del libro me sentía un tanto ridícula. ¿Por qué necesitaría leer sobre cómo escribir si yo ya era un profesional de las letras? Precisamente por eso, por ser un profesional me estaba exigiendo resultados que no podría cumplir, tenía que acercarme a la escritura con el entusiasmo de un amateur, con el amor de un amateur. Al finalizar este libro, con mucho placer y amor veo un poemario casi terminado, una novela en ciernes y la escritura de este blog que pienso continuar durante mucho tiempo más.

Puedes comprar el libro Camino del escritor, El. Curso de escritura creativa impreso o The Right to Write: An Invitation and Initiation into the Writing Life para kindle.

Epílogo

Al libro no le falta nada, te dota de las herramientas necesarias para comenzar a escribir, quizá solo agregaría una página al final donde invite a revisar lo que has escrito, revisar y revisar (sin miedo) hasta que obtengas la pieza que te habías imaginado.

Un mal padre

Ya he escrito sobre las mujeres, creo que ahora toca turno de hablar sobre los hombres. Les contaré la historia de un mal padre.

En mi familia, como en muchas otras mexicanas, ocurre que la pareja de la mamá no es el padre biológico de los hijos. Esto se ha repetido por generaciones, pero a quien ahora me refiero es el esposo de mi abuela. Él se llamaba Juan. Y es a quien le debo el apellido Zúñiga.
Como también suele pasar, mi abuela y sus hijos guardan una serie de imágenes y recuerdos de Juan Zúñiga muy diferentes de las mías. Para mí Juan Zúñiga representa la generosidad y el amor desinteresado pues qué hombre se atreve a tomar como esposa a una mujer ya con una hija y regalarle a esta su apellido, darle un lugar en su familia, quererla como si realmente fuera suya. En mi familia podemos contar varios.
Para fortuna de mi mamá, tuvo un padrastro que no se comportaba como tal. Para Juan, mi madre era “su hija” más grande, la primera, por ello se encargó de brindarle educación, de celebrarle las fiestas y de protegerla de una manera totalmente entregada y con más cuidado del que puso en sus hijos biológicos, quienes recuerdan a Juan como un padre más bien ausente.

Para mí, su primera «nieta», Juan fue una de las figuras principales de mi infancia quien, a la postre y desde lejos, ayudaría a formarme para lo que ahora mismo soy: lectora y escritora.
Cuando era niña Juan me llevaba de paseo a los parques, me compraba un atole y un tamal, costumbre que aún conservo para esas mañanas frías que salgo aprisa. Desde muy pequeña, me hacía acompañarlo a los gimnasios donde entrenaba boxeadores amateurs de una de las zonas más peligrosas de la Ciudad de México. Sin proponérselo, Juan encaminaba la vida de muchos jóvenes que podían encontrar en el coach la guía inexistente del hogar. En cambio, para sus propios hijos Juan no podía cumplir ese papel amoroso y protector. No pretendo explicarme por qué era así, no me lo pregunto. A la distancia lo observo como el hombre simple y complejo que era. Un ser humano generoso pero con limitaciones afectivas con su propia estirpe.
Juan era de complexión delgada. A primera vista no parecía entrenador de box, sino que daba la apariencia de ser un hombre meditabundo. Lo encontré muchas veces sentado en la mesa de la cocina, leyendo el periódico o un libro, fumando delicados sin filtro mientras se tomaba su café. Una foto muy común de un hombre mexicano de mitad del siglo XX; sin embargo, esta imagen cotidiana de Juan fue la que marcó mi vida para siempre. Surgió en mí la curiosidad por lo que hacía Juan, por qué se entretenía tanto en esos libros y periódicos que eran más importantes que una plática con sus propios hijos.
Una tarde vi a Juan recostado en su cama, leyendo. En su habitación también había dos pequeños libreros con no más de 60 libros, entre ellos: La Biblia, La Eneada, El laberinto de la soledad, un puñado de novelas de detectives, libros en inglés y hasta La picardía mexicana ; todos ellos adornaban las dos vitrinas. Le pregunté a Juan -papá Juan, como le decíamos- si me prestaba un libro. Me contestó que tomara el que quisiera y que lo leyera, que no fuera una ignorante como sus hijos. Así empezó mi recorrido por aquellos 60 libros. Algunos me los podía llevar a mi casa pero prefería leerlos ahí mismo, en la recámara de papá Juan, porque nadie pasaba por ahí, nadie iba a interrumpirlo. Era su lugar en donde nadie lo buscaba.

Antes de que yo comenzara mi educación secundaria, Juan Zúñiga murió de un paro cardiaco que lo tomó por sorpresa una mañana de octubre, recostado sobre su cama. Nadie lo vio morir. Una de las nietas (biológicas) lo encontró en su recámara unos minutos después del suceso y todo lo demás ocurrió como tenía que ocurrir. En el funeral todos los hijos lloraban. Por un instante olvidaron lo mal padre que aparentemente fue. En el sepelio había muchos jóvenes desconsolados: los boxeadores amateur que entrenó durante años. Habían perdido a su padre. Mi mamá también.

Durante el funeral no podía creer que Juan había muerto. Era como una broma pesada y seguro que pronto aparecería por allí. Entraría por la puerta de la casa a espantar a todos en el velorio. Antes de partir al sepelio se hizo una fila en el ataúd para despedirse de Juan. Yo también me formé. Cuando pasé, lo vi ahí, delgado como siempre, muy pálido, casi verde y con la boca medio abierta. Hasta ese momento supe que Juan había muerto y que no volvería a platicar con él, ni le podría preguntar tantas dudas que tenía sobre los libros que me había prestado. Ese día perdí al único abuelo que conocía.

Además de las dos vitrinas donde Juan almacenaba sus libros, existía una más donde guardaba sus pertenencias bajo llave. Hubo que romper el cristal para revisar el contenido. Los hijos esperaban encontrar el testamento o la herencia de Juan, pero él no tenía ahorros. Era mentira que tenía centenarios en la caja de Romeos y Julietas, como a veces alardeaba. Ni siquiera estaban en orden las escrituras de la casa, a nombre aún del antiguo propietario. Así que una vez más Juan decepcionó a sus hijos, fue un mal padre. Quizá por eso no visitan su tumba. La única que la limpia y siembra flores -donde los hijos dijeron que pondrían una lápida- es mi madre.

Lo único que dejó Juan fueron esos dos muebles llenos de libros que ninguno de sus hijos reclamó y de los que me apoderé cuando pregunté a mi abuelita si podía tomar los libros de inglés de papá Juan, para mis clases en la secundaria. Llévatelos todos, contestó.

Fue así como continué con la lectura de La Eneada, El laberinto de la soledad y Dichos y refranes de la picardía mexicana. Gracias a Juan Zúñiga, un mal padre, no soy una ignorante. No soy una ignorante de la generosidad y el amor del que es capaz un hombre.