Cómo se ve la India desde este lado, desde esta orilla. La miro casi igual a como la pintaban en el siglo XIX aquellos escritores europeos y sus imitadores latinoamericanos: un lugar exótico, misterioso y la vez lleno de maravillas, es decir, de cosas para ver. Desde esta perspectiva, la India se me presenta como un gran mercado donde mis ojos pueden consumir objetos que conmueven. Monumentales obras arquitectónicas dedicadas a los dioses que adoran en aquellas lejanías. Calles repletas de personas llevadas en rickshaws, en bicicletas, en camiones o andando a pie; de niños descalzos, mujeres con elegantes saris y otras con vestimentas más sencillas, de mendigos y sadhus (sabios mendicantes). Amplias escalinatas desde las cuales gurus auto nombrados te bendicen con una marca en el tercer ojo. Procesiones multitudinarias a centros de devoción. Mujeres y hombres que balancean su delicada cabeza de un lado a otro para decir sí. Niños dormidos sobre esteras elegantemente adornadas, mientras los hombres cantan himnos sagrados y configuran mudras que aún no desciframos. Una especie de chamanes o médicos tribales que reparten una raíz a manera de remedio contra múltiples enfermedades. Elefantes que habitan la parte trasera de las casas; cabras que duermen junto a los niños en la pequeña choza; vacas que deambulan por las calles, respetadas y alimentadas por los comerciantes para mantener contentos a los dioses. Niños que barren con pequeñas escobillas frente a sus pasos, para no pisar a los insectos que pudieran atravesarse en el camino, para mantener contentos a los dioses. Niñas que dibujan mándalas de cisnes y los adornan con azúcar de colores, para que sean devorados por los animales en la noche, para mantener contentos a los dioses.

Ante esta amplia variedad, la India me parece un país sumamente parecido a México: rico en cultura tradicional y territorio donde conviven culturas originarias junto con los efectos de la colonización y el capitalismo: porque se explota el folclor con fines lucrativos, sin que la mirada del otro se detenga para observar la maquinaria que opera detrás de este espectáculo. ¿De dónde salen estos niños, mujeres y hombres mendicantes?, ¿cómo son sus comunidades?, ¿cuál es su necesidad de comerciar, de desplazarse?, ¿por qué la miseria y la pobreza se enaltecen como atractivo turístico?
Siguiendo con la analogía, recuerdo el concepto de «México profundo» que se utiliza para nombrar a las culturas originarias de nuestro país cuya historia aún está viva, con sus propias dinámicas y conflictos sociales. Así también, podría decirse que hay una «India profunda» que pocas veces nos es mostrada en las películas, documentales o incluso en la literatura reconocida aquel país, y no sólo porque sería una imagen triste y contraria al exotismo asociado al subcontinente, sino también por el dolor que ha costado para sus habitantes.
El ministerio de la felicidad suprema (The Ministry of Utmost Happiness) de Arundhati Roy, no se olvida de la India profunda. La más reciente novela de la autora (la segunda, después de 20 años de El dios de las pequeñas cosas) está dedicada a «Los Desconsolados». Esta palabra, desconsolados, me hace pensar en otras similares: los desposeídos, los excluidos, y me lleva a imaginar que, aunque en la novela tiene una escasa relación con la cultura cristiana, quizá la escritora pensó en los desconsolados y en los desposeídos como en el Sermón del Monte, porque al final serán consolados, serán bienaventurados. ¿Cómo, dónde o cuándo se reparará el daño o encontrarán su justicia? Me parece que esta es la motivación de los personajes que encontramos en la historia de Roy: la búsqueda del consuelo y la justicia. Pero, para emprender esta búsqueda, primero debieron haber sido víctimas de una injusticia o de una desazón existencial. Es así como la novela gira en torno a las vidas de personajes que han sido expulsados de sus propios círculos, que algo o alguien les ha sido arrebatado y cuya pérdida aún no puede ser resarcida.
La novela gira en torno a la vida de tres personajes principales: Anyum o Aftab, un miembro de la casta hijra, «tercer sexo», una persona transgénero. Ella, como prefiere ser llamada, nació en el seno de una familia que ansiaba el nacimiento de un hijo varón. En la historia se nos cuenta qué pasó en su hogar cuando su madre se percató de que su hijo en realidad era su hija y lo que ocurrió después, una vez crecido Aftab, cuando este decidió mostrar abiertamente su identidad, salir al mundo y unirse con los demás hijras de la Jwabgah. En los documentales sobre esta comunidad y en la información que podemos leer en Wikipedia, se describe que este grupo es respetado, incluso, que las parejas piden su bendición para poder tener hijos y que su vida está dedicada a la devoción; sin embargo, pocas veces nos enteramos de lo que ocurre en sus residencias, en sus habitaciones; qué pasiones y qué dilemas deben enfrentar para poder gozar de los aparentes beneficios de su casta.
Un segundo personaje protagonista es una mujer llamada S. Tilottama, quien, a mí parecer, es el alter ego de la autora, ya que muchas de las experiencias que Roy ha plasmado en otros escritos o conferencias son muy parecidos a las «aventuras» de Tilo, como llamaremos a este personaje de cariño. En este sentido, quizá para un fiel lector de la autora india, algunas de las páginas de la novela le sepan más a ensayo que a narrativa, por el despliegue de ideas y posturas sobre los distintos conflictos que azotan al país natal de la escritora.
El personaje más relevante de esta historia es Miss Yebin, Primera y Segunda, una niña de corta edad. Llegando a este punto, me permito no abundar en detalles sobre esta señorita pues en su breve existencia está contenida la tesis de la autora, la cual invito a descubrir a los lectores.
Como decía, debido a la carga de contenido ideológico de la novela, bien podríamos leerla como un gran ensayo sobre la «India profunda» (si se me permite esta licencia), o como una continuación de los argumentos sobre los problemas sociopolíticos que la autora expone en sus ensayos: la exclusión que sufren los que pertenecen a la casta de los intocables, que no sólo son relegados de cualquier oportunidad de desarrollo social, sino que son brutalmente aniquilados, lo mismo en las selvas remotas como en linchamientos públicos en las ciudades; la religión, que es utilizada como arma política para generar polaridad, control y persecución. De acuerdo con lo narrado en la novela, los practicantes del hinduismo y el sijismo (religiones originarias), resultan ser los perseguidores de grupos minoritarios de musulmanes que prefieren negar su culto para salvar su vida. Otro de los temas que la autora critica es el capitalismo, que con su insaciable hambre de modernidad y progreso devora vivas comunidades enteras, destruye la salud de personas que para sobrevivir aceptan trabajos inclementes, pasa de moda la dignidad de las personas y es capaz de comprar almas que le ayuden a mantener viva su ideología de producción y consumo.
Esta es la India que recorre Arundhati Roy en la piel de sus personajes, que viajan a Pakistán, al Punjab, Cachemira y llegan a Delhi, específicamente a Jantar Mantar, en la Pensión y Funeraria Jannat, ubicada en el cementerio de la localidad. La metáfora del cementerio es utilizada por la autora como el lugar en donde las almas vuelven a unirse, donde las castas conviven sin conflicto y las religiones se bendicen y se abrazan en una fiesta.
Esta novela contiene 512 páginas en su traducción al español; cada una de ellas vale la pena ser leída. Es una radiografía de aquel país en sus heridas profundas. En lo personal, leía el relato como si me fuera permitido conocer el conflicto de la India en ojos de la autora, para comprender también las problemáticas que azotan a nuestro país: pobreza extrema, persecuciones políticas y desapariciones forzadas. Y así como aquellos personajes pudieron emerger de las peores circunstancias, imagino que acá podremos.
«P.S.: He sabido que los científicos que trabajan en las granjas de pollos están intentando manipular el instinto maternal de las gallinas para mitigar o eliminar por completo su deseo de empollar. Según parece, su objetivo es evitar que las gallinas pierdan el tiempo en cosas innecesarias e incrementar así la eficacia en la producción de huevos. Aunque personalmente, y en principio, me opongo totalmente a la eficiencia, me pregunto si realizar este tipo de manipulación (me refiero a la eliminación del instinto maternal) sobre Maaji (las madres de los desaparecidos de Cachemira) les sería de ayuda. Hoy por hoy esas mujeres son individuos ineficaces e improductivos, que viven de una dieta obligatoria de desesperada esperanza y pasan horas muertas en sus huertos, preguntándose qué cultivar y qué cocinar en caso de que sus hijos vuelvan. Estoy segura de que usted estará de acuerdo conmigo en que ese no es un buen modelo de negocio. ¿Podría usted proponerme uno mejor? ¿Una fórmula factible y realista (aunque también estoy en contra del realismo) que conduzca a un eficaz mínimo de esperanza? En el caso de estas madres operan tres variables: la muerte, la desaparición y el amor familiar. Cualquier otro tipo de amor, suponiendo que de verdad exista, no nos sirve y debe desecharse. Excluyendo, por supuesto, el Amor a Dios. (Eso por descontado.)
P. P. S.: Me voy a mudar de casa. No sé adónde iré. Eso me llena de esperanza.»
Extracto de la novela.