Nuestros desaparecidos

Esta vez hablaré de los desaparecidos. Pero no de los desaparecidos políticos, aquellas personas que no conocemos pero que pertenecen a una familia, que una vez salieron de su casa y no han vuelto. Algunos piensan que los han asesinado; otros, que los ocupan para trabajo forzado, para trata de blancas, para tráfico de órganos. En el mejor de los casos, simplemente se fueron sin avisar, a empezar otra vida. Sus familiares y nosotros esperamos encarecidamente que regresen, pronto, algún día, que regresen.

Estos desaparecidos son los que nos importan públicamente, los contamos y en la mejor oportunidad se los recordamos a nuestros gobernantes. Queremos que, al igual que nosotros, tengan muy presente la cifra de los más de 32,000 que faltan. Queremos que acepten esta cifra y que se aprendan sus nombres así como nosotros los sabemos.

Como dije, no hablaré de ellos en los siguientes párrafos. No obstante, espero y ruego que regresen, que aparezcan, que sus familias encuentren a su persona amada y la paz en su alma.

Sin embargo, hay otros desaparecidos de los que no hablamos, de muchos de ellos incluso no conocemos su nombre; los hemos olvidado por descuido o por consciente omisión. A ellos los llamaré «desaparecidos de nuestro sistema». Son tantos que, si sumáramos la cifra, el resultado numérico sería mayor que el de los desaparecidos políticos. Y entonces a quién le reclamaríamos esta omisión y con qué cara.

 

Desaparecidos hacia arriba

Imaginemos nuestro árbol genealógico, veamos a las generaciones que nos anteceden: padres, abuelos, bisabuelos, etc. Entre ellos hay una lista importante de personas a las que nunca nombramos; de alguna manera, solo pronunciar su nombre puede desatar un disgusto o incomodidad grande para algunos miembros de la familia.

Pienso, por ejemplo, en la niña cuya madre tiene un segundo matrimonio. El padre biológico de la niña se fue o falleció. La madre, al formar una nueva familia, pide a la niña que le diga «papá» a su nuevo esposo y la infante, por esa obediencia ciega que profesa a la madre y también por la necesidad de su corazón por completarse, accede a llamar «papá» a ese segundo marido. Con este simple hecho, se pretende borrar -como si fuera posible- la imagen y existencia del padre biológico. Parece resultar bien, la niña parece olvidar o se esfuerza por ello; pero en el fondo el recuerdo del padre biológico persiste, ese primer amor está presente, aunque oculto.

En un primer escenario, la niña crecerá sin ningún problema y tendrá una vida exitosa. En otro, en donde ella con todas sus fuerzas lucha por olvidar, su alma constantemente la traiciona imitando inconscientemente al padre biológico, recordándoselo con su propia presencia a la madre. Esto puede provocar consecuencias insospechadas. Lo menos grave: el odio hacia la madre por obligarla a borrar una parte de su vida; también se podrían presentar conductas antisociales que representan el grito desesperado por la necesidad de la presencia del padre; la esquizofrenia también puede surgir en la vida de aquella niña, cuya mente dividida -entre el amor por el padre que no se nombre y el deseo de ocultarlo por amor a la madre- sería una consecuencia de una desaparición más que forzada.

Así mismo, podríamos recordar a tíos, abuelos, hermanos de los abuelos y otras personas más que hemos excluido de nuestro sistema más próximo, el sistema familiar. Seres que han sido condenados al exilio simbólico o real por conductas reprobables -a ojos de la familia- que han causado dolor y daños aparentemente irreparables.

«Vamos a ir a la casa de la abuela, por favor, no se te ocurra mencionar a M. porque se pueden incomodar.» Estos que no nombramos son nuestros desaparecidos hacia arriba.

Desaparecidos hacia abajo

En el nivel de nuestros hermanos y de nuestros hijos, de igual manera podríamos obtener un número considerable de familiares no reconocidos. Y su posible recuerdo puede ser aún más doloroso por el hecho de que estas personas han desaparecido por una muerte temprana; su alma no alcanzó a desplegarse en el mundo terrenal o incluso aún no estaba entre nosotros.

Hasta la mitad del siglo XX, la mortalidad infantil tenía una tasa elevada en México (aprox. 10% de mil, véase este artículo).
Nuestras mujeres y sus familias atravesaban por un gran dolor ante la pérdida de sus niños y niñas, pero no había tiempo de vivir un duelo; las condiciones del momento exigían continuar con la vida. Esto implicaba, en ocasiones, seguir construyendo la familia, dar a luz más hijos. Por este motivo, me parece, muchos niños fallecidos a corta edad o recién nacidos fueron desvaneciéndose, aparentemente, del recuerdo familiar.

La madre, obligada por las circunstancias, tarde o temprano ya no habla de su pequeño o pequeña; sin embargo, en algún momento de soledad o en un espacio vulnerable se encuentra ante el dolor irresuelto que busca compensar dedicándose con todo su empeño en los hijos que siguen vivos, aunque ese amor desmedido no la satisfaga, pues falta uno al que iba dirigido.

Más delicado aún es el tema de los niños y niñas que han sido abortados. Por favor, veamos este hecho libres de juicio. Muchos de los desaparecidos de gran peso para el sistema familiar son aquellos niños que no han llegado a la vida. Incluyamos en esto a los abortos naturales y provocados. Con qué facilidad pretendemos olvidarlos; para gran parte de la sociedad estos niños y niñas no cuentan. A las mujeres se les vende la idea de que este evento se puede superar fácilmente y vivirse como la decisión de ir a la escuela o al trabajo. La ausencia de estos niños pesa tanto como la de una persona con la que hemos convivido por años.

Apenas he esbozado a los desaparecidos de nuestro sistema. Podría hablar extensamente de otros miembros que hemos excluido como: hijos adoptados que después se fueron, familiares en la cárcel, familiares internados en hospitales psiquiátricos y asilos; familiares que no hemos visto en años por distanciamiento y desinterés. También son nuestros desaparecidos todos aquellos que se vinculan por la vida y por la muerte con nuestro sistema familiar y cuya presencia ocultamos, por ejemplo, quienes han quitado la vida a alguien de nuestra familia y a quienes nuestra familia ha causado un dolor igual.

Todos ellos son nuestros desaparecidos, y quizá son más cercanos que aquellas otras por las que nos indignamos y marchamos públicamente.

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La omisión de estos seres en nuestras vidas es una de las causas de innumerables conflictos familiares, así lo demuestran todos los hallazgos de la Terapia Sistémica Transgeneracional de Bert Hellinger.

La solución no es traer a la conversación de sobremesa a los excluidos. Esto provocaría un conflicto mayor. Ojalá fuéramos tan maduros como para hablar sin apegos y sin juicio de la vida de estas personas, expresar el amor que sentimos por ellas o el enojo que nos causaron y reconciliarnos por lo menos espiritualmente, reencontrarnos con ellos. Aún nos falta madurez emocional.

Por ahora se me ocurre incluir en nuestra ofrenda familiar un espacio para nuestros desaparecidos, pues es verdad que muchos de ellos ya han muerto. Un espacio para nuestros abuelos, tíos, padres, hermanos e hijos, los que habíamos olvidado. Integrarlos en este lugar privado. Nuevamente forman parte de la familia, pertenecen. Han aparecido en nuestro corazón.