Como buena representante de la generación millenial, influenciada por la New Age y la pseudo espiritualidad, tengo una inclinación a conocer la cultura de la India. Incluso alguna vez he tomado clases de sánscrito; pero aún no me he propuesto viajar a la India, ni está en mis planes hacerlo. Es más, me niego rotundamente a pisar la India. Quizá esta afirmación me cierre muchas posibilidades, quizá el destino está confabulando para que mi karma se acomode a esta declaración.
“Ir a la India”, para esta humilde servidora, no representa lo que para otras personas: un viaje para sanar, para acceder a la espiritualidad, para estar en contacto con una cultura ancestral, para sumarme a algún programa de ayuda por la India. Todas estas razones me causan escozor.
¿Ustedes vieron ese comercial de Coca-Cola donde un grupo de jóvenes güeritos, citadinos, visitaban una comunidad indígena de Oaxaca (México) y les mostraban “la magia de compartir”, construyendo un árbol de Navidad gigante, adornado con taparroscas de la botella emblemática y finalizaba la escena, mientras todos se tomaban un refresco, con el eslogan #AbretuCorazón?
El anuncio partía de la premisa de que más del 80% de los indígenas se habían sentido discriminados por hablar su lengua y de ello (y las primeras imágenes del comercial) se inducía que no eran felices; en un giro inesperado, pasaban de este argumento a ser educados por estos chiquillos de clase media o alta, sobre cómo construir un árbol de Navidad y terminaban tomando Coca-Cola. Eso sí, con una frase en el árbol en la lengua materna de la comunidad.
Lo mismo que sentí cuando vi aquella publicidad, es lo que siento cuando se plantea la posibilidad de un “viaje a la India”. Como si yo fuera de la pandilla de los jóvenes citadinos que aporta, educa, mejora algo en la India. Y, por otro lado, aunque no pertenezco a una clase ni sociedad privilegiadas, tampoco me siento merecedora de extraer de la India ninguna de sus riquezas, ni siquiera las culturales.
Y es que, a pesar de mi afición, pronto me di cuenta de que la magia alrededor de este país era solo eso: un artificio. Que dentro de los templos hay nidos de ratas, que en la delicia de las comidas se encuentra la cólera y la tifo, que debajo de los saris las madres ocultan a sus niños esclavos que trabajan armando souvenirs para que los extranjeros los compran o revendan.
Pisar ese país me convertiría en cómplice de esa realidad, porque la sé y porque la alimento consumiendo la cultura de la India para saciar mis inclinaciones estéticas, intelectuales o emocionales.
Este preámbulo viene a cuento por la lectura reciente de la novela de Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas. Narra la historia de dos hermanos de Kerala que, debido a una desgracia, tienen que separarse. Cuando se reencuentran después de muchos años en la casa familiar, notan lo tanto que ha cambiado su pequeño pueblo, “el corazón de las tinieblas”. Principalmente a causa del capitalismo, que es un nuevo colonialismo. Solo que ahora no se trata de implantar una cultura sobre otra; sino que la cultura originaria se utiliza como anzuelo, se amolda a las necesidades del mercado y se disfraza de pop para permanecer atractiva al turismo occidental.
Esta novela es una crítica a muchos aspectos de la India: a la ideología de castas, a la ignorancia de los sometidos y, por supuesto, al capitalismo. La verdadera maestría de esta obra, sin embargo, radica en que, como la gran literatura, devela los hilos con los que está tejido el destino del ser humano, lo inevitable. Pero ya digo más porque no me gusta arruinar lecturas ajenas.
Aún así, vale la pena repetir que la novela es una crítica al modo de vida capitalista. En diferentes lugares se evidencia cómo «la cultura de la India» que tanto nos gusta, está adecuada justamente para que nos entretenga, para que la consumamos y para que no parezca tan ajena que terminemos por abandonar su país y visitar otro sitio igual de exótico pero menos extraño como ¿Japón?, ¿Korea?, ¿Tailandia?, según las tendencias.
A costa de las necesidades de su pueblo.
Junio es un mes de temporada baja para el kathakali. Pero hay templos donde ningún grupo dejaría de actuar si pasase cerca de él. El templo de Ayemenem no había sido uno de ellos, pero las cosas habían cambiado gracias a su ubicación geográfica.
En Ayemenem los grupos bailaban para quitarse de encima la humillación sufrida en “el corazón de las tinieblas”. Por sus actuaciones arregladas junto a la piscina del hotel. Por recurrir al turismo para evitar morirse de hambre.
Al volver del “corazón de las tinieblas”, se detenían en el templo para implorar perdón de los dioses. Para disculparse por corromper sus historias. Por vender sus identidades a cambio de dinero. Por malversar sus vidas.
En esas ocasiones se agradecía la presencia de público, pero era algo absolutamente incidental.
[…]
El danzarín de kathakali es el más hermoso de todos los hombres. Porque su cuerpo es su alma. Su único instrumento. Desde los tres años ha sido preparado sólo para contar historias, para ello se perfecciona y a ello ciñe y dedica su vida. Ese hombre que está detrás de una máscara pintada y lleva unas faldas ondulantes está lleno de magia.
Pero ahora se ha vuelto inviable. Imposible. Un bien declarado caduco. Sus hijos se burlan de él y desean convertirse en todo lo que él no es. Los ha visto crecer y convertirse en funcionarios y cobradores de autobús. Funcionarios de cuarta categoría cuyo nombramiento no aparece en el Boletín Oficial del Estado. Con sindicatos propios.
Pero él, que quedó suspendido en algún punto entre el paraíso y la tierra, no puede hacer lo que ellos hacen. No puede ir por los pasillos de los autobuses vendiendo billetes y contando monedas. No puede acudir al timbre que lo llama requiriendo su presencia. No puede inclinarse detrás de las bandejas con servicios de té y galletas María.
Desesperado, se vuelve hacia el turismo. Entra a formar parte del mercado. Vende lo único que posee. Las historias que su cuerpo sabe contar.
Se convierte en un Toque Regional.
En el “corazón de las tinieblas”, los turistas, instalados en su ociosa desnudez y en su interés escaso y de importación, le hacen sentirse ridículo. Pero contiene su rabia y baila para ellos. Cobra sus honorarios. Se emborracha. O se fuma un canuto. Buena hierba de Kerala que le hace reír. Y después hace un alto en el templo de Ayemenem, él y los que van con él, y bailan para implorar el perdón de los dioses.
[Fragmento de El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy, editorial Anagrama.]
Quizá parezca que estoy idealizando a la India -otra vez-, que veo a sus habitantes como esos sujetos idílicos que viven dentro de las historias del Mahabharata y en las películas de Bollywood; esos seres humanos casi míticos rodeados de sus dioses azules y sus flores de loto. Quizá sea así. Pero también prefiero respetar esa imaginación, respetar ese mundo en el cual viven, que no tengo idea de cómo es, respetar el peso inexorable de su historia, quedarme aquí y no llevar mis botellas y taparroscas de Coca-Cola a sus ríos milenarios para construir un arbolito de Navidad con mi impertinencia.
Arundhati Roy dejó de publicar novelas por veinte años, solo hace algunas semanas publicó la segunda: The Ministry of Utmost Happiness, que desde las primeras páginas promete ya otra historia memorable.
Entre ambas publicaciones, se dedicó a escribir ensayos y reportajes. Leí el que publicó justo después de El dios de las pequeñas cosas, titulado El final de la imaginación. Aquí la autora muestra su preocupación por las entonces recientes pruebas nucleares que se habían realizado en la India (1998); la escritora exige que se detengan no solo las pruebas, sino la posesión de armas nucleares; para ella, ambos escenarios son igual de peligrosos y, de una u otra manera, nos llevarían a la destrucción.
No estaba equivocada. Hasta el día de hoy las armas nucleares son el juguete preferido de los gobiernos para amenazarse los unos a los otros; pero a la gente común dejó de importarnos lo que hagan con ellas. Tres años después de aquel ensayo, en 2001, los autores de la historia nos regalaron algo para que de verdad estemos preocupados. Si la inminente destrucción del planeta ya no representaba para nosotros un temor real, entonces habría que volver a lo básico, al miedo a lo tangible: la lucha cuerpo a cuerpo entre los seres humanos.
Creo que tengo razón al decir que nos tienen sin cuidado las armas nucleares, sabemos que la verdadera destrucción de la humanidad vuelve a ser en campo abierto: entre dos personas de diferente religión, entre dos sujetos de nacionalidad distinta, entre los hombres y las mujeres, entre dos generaciones, entre dos individuos de diferentes clases sociales, cuando uno de los bandos se posiciona en superioridad moral sobre otro.
Aún son vigentes estas líneas de Arundhati Roy: “A partir de ahora no debemos tener miedo a la muerte, sino a la vida.”
Los libros de Arundhati Roy los encuentras en Amazon:
- El dios de las pequeñas cosas (Compactos Anagrama)
- The Ministry of Utmost Happiness
- El Final De La Imaginación
Aquí puedes ver la versión comentada del Comercial de Coca-cola.
La imagen del encabezado proviene del blog Heritage of India.