Azúcar, ternura, amor (3)

Amor

Dicen que no comía 

nomás se le iba en puro llorar…

Canción popular mexicana

La historia oficial cuenta que mi padre me amaba demasiado, quizá es evidente al ser yo su primogénita. Los recuerdos más lejanos de mi infancia incluyen a mi padre escribiéndome una carta, armándome un disfraz de robot con cajas de cartón o comprándome un helado. Después mi padre desapareció. La historia oficial reza que él quiso curarse, que quiso dejar el alcoholismo cuando ingresé al Kinder porque para él era penoso recogerme en la escuela y que no me dejaran salir con él en estado inconveniente. Decidió dejar el alcohol y meses después murió. Más adelante entendí que mi padre murió debido a la enfermedad hepática agravada que padecía desde muchos años antes.

Meses después del fallecimiento de mi padre, su madre, mi abuela, también dejó este mundo. Crecí con la idea de que había muerto por la avanzada edad pero, en verdad, 63 años no es avanzada edad en la actualidad. En el acta de defunción de mi abuela aparece como una de las causas de muerte «anorexia». Sacando conclusiones, porque no puedo confirmar con nadie esta información, entiendo que cayó en depresión y dejó de comer al punto de que esta carencia la llevó a la inanición y a la muerte. Esto me levó a pensar en la relación que he tenido con la comida, en la relación que tuvo mi padre con los alimentos.

Conozco a una persona que, así como mi abuela paterna, hace unos meses perdió a un familiar muy amado. El ciclo del duelo no ha logrado cerrarse, pues esta persona ha caído también en una depresión profunda. Se levanta de su cama pasado el mediodía, come poco o no come. «No tengo hambre», argumenta. Antes de su pérdida pesaba casi 100 k y ahora poco más de 50 k. Así como ella, mi padre argumentaba que «no tenía hambre» y por las mañanas solo tomaba alcohol o un café.

A mis 17 años, yo también podía pasar largos periodos de ayuno o comía muy poco. Estaba obsesionada con mi peso y con lo que me metía a la boca. No quería que hubiera nada más en mi organismo, solo lo estrictamente necesario. Nunca llegué a estar en los huesos porque otras preocupaciones me sacaron de esa dinámica. Otras mujeres de mi familia también han pasado por estos periodos de anorexia o bulimia. En fin, creo que muchas personas cercanas han padecido trastornos alimenticios, expresados en esa necesidad de comer y después pensar en lo que se ha comido con culpa, como si estuviera mal hacerlo. Pero qué placer mientras degustas los alimentos. Son como un abrazo. Y es que la comida está ligada al placer y al amor. 


Una vez que un bebé ha nacido lo primero que deberían hacer los médicos y parteras es entregarlo en los brazos de su madre para que lo abrace y lo amamante. Me parece que el protocolo más riguroso de los hospitales así lo exige. Estoy convencida de que el contacto corporal y nutricio con la madre en esos primeros momentos de la vida es crucial para el desarrollo de cualquier ser humano. Un niño amamantado el tiempo justo tiene mejor condición física y emocional.

¿Qué pasa con aquellos niños que por diversas circunstancias no logran ser amamantados por la madre? Quizá pasan el resto de su vida tratando de completar la nutrición que les faltó con lo que encuentran afuera.

Hay niños también que, por diferentes circunstancias, no pueden permanecer con la madre durante su infancia. Algunos de estos infantes permanecen largo tiempo solos en casa y otros con algún familiar o conocido que los cuida mientras la madre aparece. Así, sucede que muchas veces el niño carece de supervisión en la alimentación. Por esta u otras circunstancias, el infante comienza consumir una cantidad innecesaria de alimentos chatarra que no vale la pena enumerar. Los adultos sabemos cuáles son. 

Es cierto también que muchos niños y niñas consumen estos alimentos incluso ante la presencia de sus padres. Aunque el padre o la madre estén «ahí», en realidad su atención está ausente, resolviendo otros problemas más importantes para la subsistencia de la familia.

Como sea, el niño que no ha sido supervisado se convierte en un adolescente con pésimos hábitos alimenticios, reforzados por la publicidad constante de comida chatarra y la ideología predominante de la satisfacción inmediata, en este caso, la satisfacción del sabor y del hambre. Esta educación que venimos construyendo desde hace décadas es la que nos ha convertido en una sociedad de obesos y a la vez desnutridos, de personas mal alimentadas y que padecen enfermedades crónico degenerativas, cardíacas, coronarias, con hipertensión y diabetes. Tristemente ningún grupo social se libra de este destino ya que para acceder a la comida chatarra no se necesita poder adquisitivo. Las comunidades más pobres de nuestro país entre las que destacan las comunidades indígenas alejadas y de zonas marginadas de las ciudades, tienen acceso libre y barato a una cantidad enorme de bebidas azucaradas, a todo tipo de frituras y comida ultra procesada. ¿Y qué es lo que buscamos cuando introducimos este u otro tipo de alimentos a  nuestra boca? Solo amor. 

Creo, si se me permite esta licencia, que el infante o el adolescente busca completar la presencia del padre o la madre a través de la comida. El sabor dulce de un alimento provoca en el paladar y en el cuerpo excretar una sustancia parecida a la que producimos cuando se está cerca del regazo de la madre.

Pero, también hay otro tipo de personas, las que ante la falta de presencia y de amor prefieren evitar el alimento y con ello, morir. Estoy exagerando y pido una disculpa por ello. Pienso que un montón de jóvenes, niños y adultos que en el fondo de su alma se sienten desamparados, como nos sentimos mi abuela, mi padre y yo. Hemos dejado de comer por largas temporadas porque preferimos la muerte a la falta de amor.

En mis dos abuelas fue evidente, así como lo es para muchos ancianos. Mi abuela a lo largo de su vida fue acumulando pérdidas: la de sus esposos, la de un hijo no nacido, la de mi padre que al final de su vida se había vuelto su único compañero y alegría. Después de su muerte sobrevino la soledad, como a la que están sujetas muchas personas en situación de abandono. «Si nada me une a la tierra que ni siquiera me nutra.»

Las personas que padecen diabetes para mí son un misterio, pues así como un día son adictos a comer al día siguiente no toleran la comida. Mi abuela en sus últimos meses no quería ingerir alimento porque le causaba náuseas. Su cuerpo poco a poco se iba desarraigando de la tierra, iba perdiendo el sabor por la vida y tampoco quería que la vida la nutriera, prefería entregarse a ella como ofrenda. «Mejor que la tierra me consuma».

Mi padre, aunque estaba rodeado de gente que lo amaba y lo necesitaba, no se sentía motivado para vivir, para comer. Hacía una mala combinación entre los alimentos y el alcohol. Prefería este sobre aquellos. Así, podía pasar largos periodos sin ingerir alimentos mientras pudiera beber alcohol o café. ¿Qué habría en el alcohol que no tuvieran los alimentos? ¿Será que es más fácil transformar el alcohol en energía, será que el alcohol calienta más la sangre que el amor? ¿Qué amor estaba buscando mi padre si estaba rodeado de personas que lo amaban? Permítanme especular, puesto que es mi padre, lo que él necesitaba era el amor del suyo. El amor de otro hombre y no el de tres mujeres. El amor de la persona que le dio la vida, que lo dejó a los dos años y que fue a reencontrar veinte años después para descubrirlo sin ningún interés ni amor hacia él; para darse cuenta de que solo le había heredado ese gusto por el alcohol.

Cuando escribo esto, mientras tomo una taza de café, o cuando tomo una cerveza o una copa de vino, pienso que mi padre también me heredó esta inclinación por la cafeína, por el alcohol y la escritura. Esta falta de su presencia, está añoranza por el padre me viene de él. Por eso a la misma edad en la que él comenzó su alcoholismo yo perdí el gusto por los alimentos, porque él me faltaba y en lo único que pudimos estar unidos era en la falta de amor. Los médicos, nutricionistas y psicólogos podrán emitir sus dictámenes sobre estas experiencias: hablarán de depresión y trastornos de la personalidad, de dependencia a sustancias y de males psiquiátricos, pero ninguno de sus veredictos podrá ayudar a que esas personas que se consumieron en sí mismas y en su trastorno alimenticio. Nadie podrá ayudarnos.

Mi abuela terminó sus días completamente sola, postrada en su cama, delgadísima, con una depresión profunda. Su última noche se encerró en su casa y al día siguiente, cuando fueron a buscarla y no abrió la puerta, alguien entró por la venta y la encontró en su lecho, el mismo en el que a veces descansábamos junto con mi padre.

Mi otra abuela murió después de su última comida, ingerida después de quince días de permanecer en el hospital, cuidada por sus parientes que se turnaban para acompañarla pero que no pudieron hacerse cargo de ella en los últimos meses y que no la vieron morir.

Mi padre murió después de meses de comerse su dolor, por el mal de hígado nunca tratado. La joven que fui también ha desaparecido, aquella que aborrecía la comida con el pretexto de mantener una figura corporal que nunca llegó y que el destino reemplazó por otra muchacha, una que pudo hablar de su padre abiertamente.

Azúcar: símbolo del cariño del padre, de la madre, que entra por la boca, alimenta y da calor. Ternura: sentimiento de un cariño puro hacia ls personas, por su delicadeza o vulnerabilidad. Amantes: personas que buscan amor, el que provoca la ternura, la comida, el alcohol, la adicción.

Azúcar, ternura, amor (2)

Segunda parte del ensayo. Les cuento la historia de mi tío.

Ternura

Qué tan cerca están estos conceptos: azúcar, alcohol, adicción.

El azúcar tiene una composición química muy parecida a la del alcohol, sólo cambiamos la unión de algunas moléculas. Los expertos en tratar enfermedades como la diabetes saben que el consumo en exceso de alcohol provoca que el cuerpo deje de reconocer el azúcar y esto deriva en hipoglucemia. Con la diabetes y el alcoholismo los mismos órganos se atrofian: el hígado, los riñones, la vista y la capacidad cognitiva.

Los expertos en alcohol saben que este aumenta su efecto si se combina con alimentos dulces y también que para satisfacer la ansiedad en los periodos de abstinencia, ingerir azúcar es un paliativo; por eso, en las pláticas de alcohólicos anónimos abundan las cajas de pan dulce y el café con azúcar disponibles para que los visitantes se sirvan a su gusto. Los expertos en adicciones saben que el proceso de recuperación no es sencillo, por lo que algunos optan por trasladar la adicción de las sustancias más tóxicas a otras menos dañinas; por ejemplo, la dependencia al alcohol se cambia por el cigarrillo y, bueno, el azúcar es considerado un potente adictivo tanto como para suplir al alcohol.

Uno de mis tíos es fanático de una película mexicana a la que yo llamaría de culto. No sé si la pasen en la televisión, nosotros la mirábamos en VHS. La película a la que me refiero es Perro callejero, que se divide en dos entregas. Protagonizada por el desaparecido Valentín Trujillo que interpreta a «Perro», un huérfano cuyo verdadero nombre nunca conocemos porque él mismo no lo sabe.  Tiene una amiga, «La Chiquis», personaje interpretado por Blanca Guerra. Es una mujer joven de barrio mexicano, con aspiraciones de una vida cómoda. Para lograr sus objetivos primero se hace novia del jefe de la banda del barrio, eventualmente conoce el mundo más allá de la colonia y pasa sus días en compañía de algunos pequeño-burgueses. La historia se desarrolla en los años 70, por lo que los amigos de La Chiquis son una especie de hippies que la introducen en el consumo de varios tipos de drogas: además de la mariguana, el LSD, la cocaína y la heroína. La Chiquis desarrolla una adicción a la heroína, motivo por el cual pierde la aparente estabilidad económica que había conseguido. Llega el momento en que la vemos pidiendo dinero ahí por la Zona Rosa. Perro la encuentra y le pasa algunos billetes. Más adelante, por alguna circunstancia, Perro tiene que convalecer en donde «La Chiquis» vive: un cuartucho deplorable en alguna colonia marginada de esta ciudad.

En estos momentos de la película, que ya se acerca a su final, nos enteramos de que «La Chiquis» está embarazada, escenas adelante comienzan las contracciones y Perro, más o menos recuperado de las heridas, la lleva de emergencia a los servicios médicos. 

En el hospital público informan a Perro que la madre probablemente pierda la vida durante el parto y que el niño tendrá complicaciones debido al estado de salud de la madre, seguramente nacerá adicto. Hay una plática final entre La Chiquis y Perro en la que ella aduce que el bebé es de el personaje que interpreta Valentín, aunque los televidentes sabemos que esto no es posible; sin embargo, Perro, que se distingue por tener un carácter resiliente y generoso, en los últimos momentos de su amiga, le promete hacerse cargo de la criatura. La película finaliza con el personaje Perro caminando por las ya populosas calles de la Ciudad de México con un bebé en brazos.


Esa película fue parte de mi educación sentimental. Repasaba la historia cada fin de semana, acompañada de mi tío quien religiosamente cada sábado encendía el reproductor y colocaba el casete para volver a ver aquella tragedia.

Una de las escenas que dejaron más impronta en mi alma de niña, es aquella cuando La Chiquis amanece con crisis de abstinencia. En su casa ya no hay drogas, pues la noche anterior las consumió.  No hay nada que pueda satisfacer la ansiedad de la joven, excepto la azucarera repleta de polvo blanco, no precisamente el que ella buscaba. La mujer recorre desesperada su habitación, toma el recipiente de una mesa, introduce la cuchara y comienza devorar el contenido, una tras otra cucharada. Los gránulos caen al piso, sobre su ropa, se quedan pegados alrededor de sus labios y en su nariz, como si estuviera consumiendo cocaína al estilo de Al Pacino en Caracortada, otra de las películas favoritas de mi tío.

Aquello que mi tío y yo veíamos como ficción de las películas, a la postre se convertiría en nuestra realidad.


Mi tío ya era un adulto cuando yo nací, pero en realidad nunca dejó de ser tan solo el hijo de mi abuela. Gran parte de mi infancia la pasé a su lado. Me fui de la casa de la abuela y regresé varias veces pero él siempre estaba ahí, era el mismo tío que había conocido de pequeña, los mismos hábitos meticulosos, las mismas manías, las mismas películas. Durante mis años de preparatoria, constantemente me desvelaba haciendo las tareas. La mayoría de las personas de esa casa se dormían a las 10 o a las 11 de la noche; en cambio yo solía continuar la noche estudiando en el comedor contiguo a la sala y la cocina. No sé decir si se trataba de una mala administración del tiempo o de lentitud, pero aquella era mi rutina: en las madrugadas de inicios del siglo XXI me desvelaba para cumplir con las tareas escolares. Mi acompañante de aquellas noches era mi tío. Yo estaba en la mesa escribiendo y él mirando los programas de televisión, los noticieros, anuncios de TV Directo, películas raras que emitían los canales 11, 22 y 40.

Permanecía algunos minutos sentado, simplemente observando la pantalla; después se levantaba y comenzaba a caminar por la sala buscando entre los cojines de los sillones, abajo de ellos; abría los cajones de las vitrinas y las alacenas. Si alguien había olvidado su ropa colgada en una silla, esculcaba las bolsas. Esta escena se repitió incontables veces. Así como la imagen de La Chiquis metiendo la cuchara en la azucarera, la imagen de mi tío hincado, mirando debajo de los sillones, es un recuerdo vívido de mi adolescencia.

¿Qué era lo que buscaba? A lo largo de los años el objeto del deseo fue cambiando. Primero necesitaba monedas de 10, de 5, de un peso, de 50 centavos que le permitieran juntar la cantidad suficiente para comprar una piedra de crack. Cuando la adicción ya era parte de su vida, entonces lo que quería era hallar algunos residuos, piedritas que quizá se hubieran caído antes de sus preparaciones.

Cuando yo ya estaba en la universidad y otra vez mi abuela me permitió vivir en su casa, mi tío seguía ahí, había cambiado el crack por el alcohol porque una adicción se deja por otra. A falta de trabajo, de dinero y de posesiones, se conformó con ir sacando lo suficiente cada día para poder tomar alcohol. Se acabaron las pocas botellas que había en la casa. Se tomaba cualquier cosa con algún grado de alcohol: el licor de café, el alcohol del botiquín, incluso las botellas de perfume desaparecieron.

Ahora mi tío se encuentra en mejores condiciones. Podríamos decir que a sus cincuenta años está mejor que nunca. No puedo decirles cómo mejoró su situación, hubo un precio de por medio. En parte, la mejora de su salud se debió a que fue diagnosticado con diabetes, derivada de la mala alimentación que llevó durante su vida y también por el alcoholismo. Finalmente, encontró la horma de su zapato que lo está llevando a mantener la disciplina. Cómo desearía que pudiera mantenerse así con buena salud y que aquellas escenas de La Chiquis y él mismo buscando desesperadamente el polvo blanco fueran únicamente parte de un recuerdo lejano.


Me encantaría decir que la historia de mi tío es aislada. Pero la vida me ha dejado conocer otras historias de jóvenes que siguen el camino de La Chiquis y no el de Perro. Jóvenes que confían en su cuerpo, en el tiempo, en su buena suerte. ¿Confían? No sé si confían o solo se entregan a su suerte, al contexto, al destino que fue mostrado por La Chiquis. Simplemente dejan que ella los guíe por los derroteros que caminó y los acompañe hasta el final marcado por la miseria, la soledad, la enfermedad y el abandono de uno mismo.

Un niño que perdió a su padre a la edad de siete años, aún teniendo seis hermanos mayores, es completamente relegado. Inicia inhalando thinner, fumando piedra y sirviendo de sicario a la banda de la colonia.

Una joven adicta a la cocaína se embaraza en una relación con un hombre rico. Después del embarazo el marido no la quiere mantener y se divorcian. Del juicio ella obtiene un auto de lujo y cientos de miles de pesos. En menos de un año se acabó el dinero. En un acto desesperado termina vendiendo su dentadura que precisamente había sido respuesta cuando inició su relación con aquel hombre. La dentadura que había perdido en su adolescencia. Otra vez se quedó sin dientes y eventualmente también pierde la custodia de su hijo.

Una pareja tiene tres hijos sordos, que nunca aprendieron lenguaje de señas y no asisten a la escuela. Al igual que sus padres se dedican a pepenar la basura o hacen labores de limpieza en las casas vecinas. El hijo mediano se hace amigo de la banda del barrio, con ellos comienza a consumir inhalantes y otras drogas. Algunos años después el joven pierde la vista, no se sabe si causa de las drogas o de una enfermedad congénita.

Una joven de edad adulta es muy dependiente de su madre recién fallecida. Cae en depresión y se dedica al consumo de drogas: alcohol, thinner, crack, heroína. Tiene dos pequeños niños los cuales están completamente abandonados.

Un joven lleva tres días consumiendo crack, tomando alcohol. Recibe una llamada de ayuda para su banda. Acude al llamado y en un brote de psicosis descarga su arma en el hombre que golpea a su amigo. Actualmente cumple una condena de veinticinco años en la cárcel.

Un joven que había crecido en el abandono, desde la adolescencia es adicto a los enervantes. En esa misma época consigue unirse a la banda del barrio que lo contrata como dealer. Muchos años logra mantenerse en ese puesto hasta que lo encarcelan por posesión. Medio año después sale de la cárcel y decide dejar la banda para trabajar de carpintero, «irse por la derecha». Dos meses después, un grupo de hombres (se presume que de la banda) lo intercepta en la calle y lo golpea hasta el cansancio. El joven no muere pero queda cuadrapléjico y con daño cerebral.

Todas estas historias ocurrieron no muy lejos de aquella sala donde yo estudiaba y mi tío buscaba monedas debajo de los cojines.

En mi niñez pasaba las tardes con esos muchachos y muchachas de los que hablo. Recuerdo que nuestro juego favorito eran las escondidillas y las correteadas. En aquellos días de México de los años noventa, había muchísimo espacio en las calles para correr y esconderse detrás de los micros, abajo de una escalera, entre las bardas que separan las casas. Reíamos, jugábamos hasta bien entrada la noche. Sólo interrumpía nuestra diversión el hambre o el sueño.

¿De qué manera corrimos y nos escondimos del futuro, de nosotros mismos, dónde quedó nuestra ternura de niños?

En mi adolescencia aumentaron mis responsabilidades escolares, ya no salía jugar. Permanecía en mi habitación que tenía una ventana hacia la calle. Escuchaba risas y gritos de los que estaban afuera. A veces me asomaba por la ventana, ellos se reían de mí porque no podía salir. 

Algo dentro de mí decía que esas imágenes de niños jugando en la calle al final de los años 90 eran un perfume que con el paso del tiempo también habría de desaparecer.

La crisis de Cenicienta

Contar historias a los niños

El tema de los cuentos infantiles o los cuentos que contamos a los niños ha llamado mi atención desde 2014, cuando aprendí en una formación con Bert Hellinger que las historias que escuchamos en la infancia, ya sean ficticias o reales, aún más las historias familiares, pueden marcar nuestra vida. Las decisiones que tomamos y la manera en cómo respondemos a los eventos está relacionado con las narraciones que escuchamos cuando niños.

Los niños necesitan de modelos a seguir. Las primeras figuras a las que imitan son los padres, ante su ausencia, seguirán a otros adultos que los acompañen pero también impactan en el imaginario del niño los héroes de las historias que escuchan o que miran. El niño o niña se encuentra en etapa de formación, es por ello que es susceptible de identificarse con cualquiera de los arquetipos con los que tenga contacto. Por ello, es importante que el infante cuente con una guía adulta que filtre la información y los estímulos que recibe, acotando las aventuras del héroe en un marco ético.

Durante los primeros años de la infancia observamos cómo el niño o la niña se identifica con los ciertos personajes. Somos testigos de pequeños que nos piden llamarlos con el nombre de una caricatura, imitan sus gestos, palabras y actitudes. Es completamente normal en la etapa de formación de la personalidad. No obstante y por esta razón, es importante que los padres y madres interesados en la educación de sus hijos revisen a qué tipo de historias tienen acceso sus hijos. Es necesario también que los padres y madres sean cuidadosos en el discurso que comparten con sus pequeños; qué cuentan y cómo lo cuentan, a quiénes presentan como héroes, a qué tipo de obstáculos se enfrenta el héroe, cómo los supera, qué tipo de persona es el antagonista, cuál es el resultado de superar los obstáculos, cuál es el final para el héroe. Estos detalles inciden en la formación del mundo interior del niño o niña, en lo que considera como bueno o como malo, en sus aspiraciones y metas.

Todo esto es relevante no solo al contar historias de ficción sino también cuando compartimos anécdotas de la familia y sus integrantes, cuando narramos la propia vida. Pensemos en la diferencia que habría entre una niña a la que cuentan la historia de un padre que abandonó a sus hijos por ser mal padre y, por otro lado, un niño al que cuentan la historia de un padre que no pudo acompañar a sus hijos porque tenía un destino diferente; ¿qué sentimientos hacia el padre generaría esta historia en la niña y en el niño?

Independientemente de las historias que contemos a los niños y niñas, de la intención que pongamos en ello, no podemos estar seguros de cómo el infante interpretará la narración y qué hará con ella. No podemos controlar lo que pasa por la mente del niño ni mucho menos su camino de vida. Esta situación puede generar estrés a algunos padres y madres. Suelo decir a los encargados de la educación de los niños que confíen, a pesar todo, el niño saldrá adelante. Como hiciste tú, que llegaste hasta aquí, a pesar de todo. Aún así, vale la pena poner atención en las palabras.

 

Contar historias a las niñas

Las niñas de mi generación (que crecieron en los años 90), querámoslo o no, hemos sido educadas con las historias de la televisión, en específico, con las telenovelas. Nuestras madres, nuestras abuelas o nanas fueron espectadoras de estas narraciones televisivas, de las que niños y niñas tomaban modelos a seguir. En particular, las niñas aprendimos mucho. De manera recurrente se nos presentaba el relato de una huérfana que por azares del destino llegaba a vivir a una casa donde sufría maltrato; cierto día, la huérfana conocía a un hombre de mejor posición que ella y se enamoraba; aunque no era fácil consumar el amor, para ello, el hombre la tendría que elegir entre otras y demostrar su entrega incondicional por medio del matrimonio.

Es la historia de la Cenicienta. Dicha narración guarda un contenido inconsciente, simbólico, bello. A pesar de los prejuicios que mis lectores y lectoras tengan, La Cenicienta es una historia de autodescubrimiento. En cierta edad infantil, no se hace distingo por el sexo ni la libido está despierta al grado de pensar en la unión sexual constantemente. Para un niño o niña, el cuento de la Cenicienta representa la resiliencia, es decir, el ánimo con el que una persona afronta los obstáculos y desgracias de la vida. Cenicienta, como su nombre lo indica, vive entre las cenizas, está oculta entre lo más humilde y consagra su vida al servicio; no tiene jerarquía en el sistema familiar, así mismo se siente un niño en su propia casa: no tiene rango ni voz, está oculto entre los demás hermanos o al final de la lista de los familiares. Cenicienta conoce al príncipe, es decir, sabe que pude alcanzar un alta jerarquía, ser mirada y valorada, ser la elegida. Pero el puesto de princesa no se logra de la noche a la mañana (con un solo baile), deberá pasar un tiempo en el que, además, tendrá que probar su verdadera identidad.

Lejos de una interpretación sexista, cenicienta o ceniciento, la niña o el niño, deberá demostrar a su príncipe (su más alta aspiración humana y espiritual) su autenticidad, su verdadera esencia, su ser. La prueba es que el pie corresponda perfectamente con el zapato: su ser verdadero no ha sido alterado, manchado ni corrompido por las cenizas, por la vida de servicio, por la pobreza, ni por la carencia o el maltrato.

Visto de esta manera, el cuento de Cenicienta es una historia de superación. Me parece que, en el fondo, así es como la hemos asimilado a quienes nos ha tocado, ya sea por medio del cuento popular o por la interpretación de las telenovelas.

Sin embargo, no podemos dejar de lado que los productos televisivos, que pasan por el filtro del mercado y de los grupos comerciales, de los intereses particulares y de las necesidades de la sociedad, aportan mensajes donde predomina el pensamiento dominante. En el caso de la sociedad mexicana del siglo XX, en donde más de la mitad de la población vivía en la pobreza, la mayoría de las mujeres se dedicaban principalmente a las actividades domésticas y una de las formas de ascender socialmente o ser reconocida era por medio del matrimonio heterosexual, para este tipo de sociedad, la historia de Cenicienta bajo el sesgo de las telenovelas mandaba mensajes muy particulares a las madres mexicanas y a sus hijas.

Creo que ahora vivimos una crisis de la Cenicienta. En cierta manera, las niñas aprendimos que la culminación de nuestras metas llegaría cuando encontráramos una pareja con la que adquiriríamos cierto estatus o pertenencia. Pero, debido a la evolución del contexto mexicano, en el cual las mujeres gozan de acceso a la educación profesional, independencia económica y un mejor nivel de vida (mucho de esto a costa de lo que nuestras madres padecieron), las mujeres somos capaces de cumplir nuestras metas sin el acompañamiento del «príncipe». La crisis que observo consiste en que algunas mujeres aún se sienten incompletas por la falta de la pareja y no pueden reconocerse a sí mismas en el éxito ante la ausencia de esta.

Así como sugiero a los adultos que confíen en los niños, también les digo (nos digo), a las mujeres, que confiemos. El tiempo nos dirá dónde está el príncipe. Como dije antes, para los niños el príncipe no es precisamente la pareja sexual sino la más alta aspiración individual. El príncipe es el Alma humana, el ser verdadero que nos reconoce aún cubiertos de cenizas. Aunque para algunas personas el tener pareja es una de las principales aspiraciones, es importante reconocer al príncipe dentro de nosotros. Primero necesitamos lograr el matrimonio y comunión con nuestro verdadero ser, integrados. Luego la pareja llegará -o no- a tocar la puerta, querrá probarnos la zapatilla y sabremos de antemano que calzamos perfecto en ella.

 

Referencias:

Psicoanálisis de los cuentos de hadas de Bruno Bettelheim.

De cómo mis gatos me regresaron la felicidad

Seré tus ojos, tus manos y tu amor.
Cuando esto suceda
las cosas que odiaste
se volverán tus ayudantes.
Rumi

Los conocí hace dos años

Dicen que los gatos son los dueños de internet. Es cierto. Me puedo pasar horas viendo videos y fotos de ellos. Me siento feliz. En la casa tengo dos mininos. El año pasado perdí uno a causa de la leucemia, eso lo cuento en Amar a los animales.
Cuando estoy en casa, todo el día se trata de los gatos: me despiertan a las 4 a.m. para servirse de comer, lo primero que hago al levantarme es revisar que esté limpio el arenero y su fuente de agua. También son dueños de mis espacios, se duermen en mis sillas, sobre mis cuadernos, en el teclado de la computadora. Se apropian también de mis quincenas entre la comida y el veterinario.
Sin embargo, esta convivencia entre los gatos y yo empezó apenas hace dos años. La casa a la que había llegado a vivir me parecía demasiado grande para las personas que la habitaríamos; había un jardín que antes habían disfrutado niños y perros. Sabía que faltaba algo en esta casa. Además, necesitaba alguien que me acompañara, que fuera mi compañero «de oficina», porque yo trabajo mucho tiempo en la casa.
Necesitaba un gato. Una amiga puso en Instagram la foto de una camada que había nacido recientemente en su jardín. No lo pensé mucho, fui por uno.

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Del instagram de mi amiga: Catulo y su hermanita

Alergia inesperada

Desde que el pequeño gato de dos meses de edad llegó a mi casa, comenzó el ataque alérgico. Me lloraban los ojos, tenía escurrimiento nasal y, aún peor, se me cerraba la garganta. Parecía que sería imposible que el minino y yo estuviéramos cerca. Pero era un cachorro y estaba acostumbrado a jugar con sus hermanitos (a los que dejamos en el jardín de mi amiga), así que el pequeño la pasaba mal, pues yo solo me dedicaba a bajarlo de escritorio, retirarlo de mis piernas cuando quería dormirse encima y lo mandaba a una habitación aparte. Me sentía terrible al escucharlo maullar por las noches, porque estaba solo en una habitación grande, y oscura.
Definitivamente no permitiría que esta situación durara mucho tiempo. No quería estar separada del gato al que había traído con tanta ilusión. Tomé la recomendación de mi marido que fue hacer una sesión de Terapia Tapping EFT que, de acuerdo con sus investigación, era muy recomendada para las alergias y fobias. La verdad es que no creía y sigo sin creer en esta terapia, pero no sé, de alguna manera se fueron liberando emociones que me hicieron descubrir el origen de mi alergia.

Liberando emociones

La terapia de tapping EFT consiste en hacer presión en ciertos puntos del rostro y del cuerpo con los propios dedos (digitopuntura), mientras repites algunas frases relacionadas con lo que no puedes tomar en ese momento. Les digo, parece una tomada de pelo pero por alguna razón me funcionó. La primera frase fue: «Aunque tengo esta alergia, me amo y me acepto completa y profundamente»; después siguió la frase: «Aunque esta alergia me hace estornudar y llorar, me amo y me acepto completa y profundamente»; después: «Aunque lloro porque no puedo tener este gato, me amo y me acepto completa y profundamente».
Entonces surgió la pregunta: ¿qué representaba el gato en ese momento de mi vida?, ¿qué representaba el gato en mi vida?

La simbología del gato

Cuando nací, mi padre tenía dos gatos que se llamaban Bandida y Nietzsche. Conviví con ellos los primeros meses de mi vida y después mi padre los vendió, los regaló o algo así (espero que hayan tenido un buen destino). Al ver las fotos de cuando me miran con su conocida curiosidad o la foto donde mi papá me sostiene en un brazo y en el otro carga a la gata, pienso que esos eran tiempos felices. Que esa época fue la mejor de mi vida porque estaba con mis padres, porque estábamos juntos. Esos animalitos representaban una felicidad que se esfumó y se transformó un destino completamente diferente. Los gatos representaban la felicidad del paraíso de la infancia.
Entonces llegó la última frase, la que me curó de la alergia: «Aunque no puedo ser feliz otra vez, me amo y me acepto completa y profundamente».
[Ahora mismo que escribo esto me regresa un poco esa sensación de alergia. Siento que hay algo de aquel impedimento que sigue aquí presente.]
Estuve con esta frase largo tiempo. En total, la terapia de Tapping la realicé en una sola sesión que duró dos horas. Terminé muy cansada y llorando. Venían a mí todas esas imágenes de mi vida sin mi padre, sin gatos, lejos de ese hogar que era como el paraíso. Y tenía la dicha justo enfrente de mí, en esa mascota de tres meses de edad que iba a acompañarme en mis días con esta nueva felicidad que estaba disponible para mí.
Me fui a dormir.

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Yo, Bandida y Nietzsche

La felicidad

Poco tiempo después de esta sesión de Tapping completamente casera, me curé de la alergia hacia los gatos. Unos días después dejé de lloriquear, de tener escurrimiento nasales y estornudos. Catulo, pudo ronronear, jugar y descansar cerca de mí. Algunos meses después llegaron dos más a la casa. A la hembrita le puse Bandida.

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Tres gatos

Más que el Tapping, creo que me curó el autodescubrimiento, ese escarbar en lo profundo del alma y del inconsciente hasta llegar al origen de nuestros aparentes obstáculos, de lo que nos permite alcanzar nuestros deseos.
De vez en vez, regreso a esa indagación para liberarme de lo que me atora: ¿a qué le tengo miedo el día de hoy?, ¿qué me detiene para alcanzar mi objetivo?, ¿por qué no puedo ser feliz?
En aquel momento, la respuesta no era una alergia a los gatos. Era yo mi propia alergia, tenía miedo de aceptar la felicidad, a darle una oportunidad porque ya antes había fracasado. Ahora puedo ver a los mininos como la máxima expresión de la felicidad. Disfruto de estos momentos que pasamos juntos como una joya preciada; a través del amor hacia mis gatos imagino cómo era el amor de mi padre y me reconozco amando como él, feliz como fui antes, feliz ahora.

Escribir la autobiografía. Encontrar las raíces

En el texto donde hablé de El derecho a escribir (El camino del artista) comenté que uno de los ejercicios que propone Julia Cameron para despertar la creatividad es la escritura de una línea de vida. Esta actividad es muy útil, no solo para la creatividad sino algo todavía más profundo, para conocer el origen de nuestra creación misma. Con creación me refiero a de dónde venimos, nuestro origen.

En el Diplomado en los Avances de las Constelaciones Familiares, que cursé en el Instituto Luz sobre Luz, respaldado por CUDEC, el trabajo final consiste en entregar la escritura de la “Autobiografía”. Este ejercicio es tan necesario y útil para cualquier persona, que vale la pena compartir en qué consiste. Dependiendo del tipo de familia en que te tocó nacer, será una empresa sencilla o titánica, un camino fluido o lleno de baches (como a mí me tocó) una labor de recopilación o de investigación. De cualquier manera, adentrarse en las raíces del árbol de la vida resulta una experiencia de autoconocimiento y, sobre todo, un camino para sentirse completo y con seguridad en la vida.

Construir la autobiografía

De acuerdo con lo sugerido en el diplomado, supone:

  • Dibujar el árbol familiar. Obviamente en las raíces van los bisabuelos y en las ramas los bisnietos.
  • Escribir lo que fue pasando en tu vida, año con año; desde el año 0 al 1 y así hasta tu edad actual. Anexar una foto de cada año y una descripción de la misma.
  • Recapitular en ciclos de 7 años tu vida. Destacar los principales cambios y dinámicas que se repitan. (Esto es lo más parecido a la sugerencia de Julia Cameron).
  • Describir a cada miembro de tu familia en una cuartilla (sus principales características de personalidad y los hechos más relevantes de su vida). Añadir una fotografía del familiar y una breve descripción de la misma.
  • Identificar el linaje, de acuerdo con del sexo del autor. Si es masculino, será la línea de hijo, papá, abuelo, bisabuelo. Si es femenino: hija, mamá, abuela, bisabuela.
  • Como extra: se pueden escribir “cartas” de agradecimiento a algunos miembros del sistema familiar.

Es importante considerar que los datos y hechos escritos deberán ser reales, es decir, no es un relato de ficción en donde el autor tenga que completar los hechos con alguna invención. Es mejor la sinceridad cuando se desconoce o no se está seguro de los datos. Asimismo, es importante que el escritor omita el juicio hacia los miembros que describe.

Todos están incluidos. Con esto me refiero a que se tiene que escribir sobre la vida y reconocer la presencia de los siguientes miembros de la familia: padres biológicos y sus hermanos, abuelos biológicos y sus hermanos, bisabuelos biológicos. En esta indagación no están incluidos los padres adoptivos o miembros políticos de la familia, pues se trata de reconocer el origen de la propia vida y mirar, quizá por primera vez, a aquellos que habían sido excluidos.

Las revelaciones que surgen a partir de la escritura de la autobiografía tocan dimensiones no vistas por el autor. Por ejemplo, uno puede darse cuenta de que ciertos patrones de vida se repiten en el árbol familiar: profesiones, enfermedades, causas de muerte, dinámicas entre las parejas, costumbres arraigadas. El solo hecho de poner a la luz una dinámica oculta, en sí mismo es una puerta hacia la sanación de hábitos o formas de relacionarse que han perjudicado a nuestra familia, y nosotros mismos, por generaciones.

 

¿Qué tanto investigar?

Seamos conscientes de que en algunas familias las historias de personas o de hechos del pasado están veladas, en ocasiones incluso está prohibido hablar de ciertos temas o se guardan secretos celosamente. El interés de la autobiografía, en este contexto, no es el de un ministerio de la verdad en el que sea necesario enlistar todos los acontecimientos sin omitir detalles; no, la importancia está en no excluir personas, pero se respeta aquella información que no está permitido saber; consideremos que, a veces, la familia decide ocultar información para evitarnos algún daño. Por esta razón tampoco será prudente preguntar más allá de donde quieran respondernos nuestros familiares. Si notamos que alguien no sabe, no se acuerda o simplemente se siente incómodo contando algunos hechos o hablando de ciertas personas, ahí paramos. Esto también se mira y se integra.

Sin embargo, para la búsqueda de los nombres completos, fechas y lugares de nacimiento, nos podemos apoyar de algunas herramientas digitales que nos ayudan a encontrar estos datos y otros eventos importantes como matrimonios, bautismos, cruces de frontera y defunciones. Las dos principales herramientas que recomiendo son Family Search y Ancestry.

Family Search es una base de datos creada por la comunidad de La Iglesia de los Santos de los Últimos Días (mormones). Comienzas creando tu árbol familiar y sus buscadores te permiten encontrar datos de la vida de las personas añadidas. Es completamente gratuito.

Ancestry ofrece un servicio similar, sin embargo, hay que pagar una cuota por acceder a ciertos documentos; no obstante, con el mes de prueba puedes avanzar bastante en la documentación de tu árbol genealógico. Además, puedes actualizar las búsquedas con Family Search y hacer búsquedas cruzadas con este.

Familias novohispanas. Es una base de datos ofrecida por Geneanet y el Seminario de Genealogía Mexicana (Instituto de Investigaciones Históricas- UNAM) en donde puedes encontrar datos de tus ancestros, sobre todo si hay en tu familia inmigrantes de Europa que hayan venido a México en los siglos XVIII y XIX.

Para finalizar

En mi experiencia personal, la investigación y búsqueda de mis raíces me ha dejado muchas satisfacciones. Digamos que sabía un 5% de la información de mis ancestros y ahora estoy en un 80%. Tan solo con algunos datos de acontecimientos he llegado a conocer cercanamente a mujeres y hombres de los que antes no sabía ni su nombre. Aunque ya no estén presentes, las historias de su vida, los lugares donde vivieron, las personas con las que se relacionaron nos conectan. Por primera vez, después de muchos años, sé que pertenezco a un lugar, a una familia. Ahí están mis ancestros, mis hombres y mujeres, mis raíces, la fuerza de donde vengo.

Un mal padre

Ya he escrito sobre las mujeres, creo que ahora toca turno de hablar sobre los hombres. Les contaré la historia de un mal padre.

En mi familia, como en muchas otras mexicanas, ocurre que la pareja de la mamá no es el padre biológico de los hijos. Esto se ha repetido por generaciones, pero a quien ahora me refiero es el esposo de mi abuela. Él se llamaba Juan. Y es a quien le debo el apellido Zúñiga.
Como también suele pasar, mi abuela y sus hijos guardan una serie de imágenes y recuerdos de Juan Zúñiga muy diferentes de las mías. Para mí Juan Zúñiga representa la generosidad y el amor desinteresado pues qué hombre se atreve a tomar como esposa a una mujer ya con una hija y regalarle a esta su apellido, darle un lugar en su familia, quererla como si realmente fuera suya. En mi familia podemos contar varios.
Para fortuna de mi mamá, tuvo un padrastro que no se comportaba como tal. Para Juan, mi madre era “su hija” más grande, la primera, por ello se encargó de brindarle educación, de celebrarle las fiestas y de protegerla de una manera totalmente entregada y con más cuidado del que puso en sus hijos biológicos, quienes recuerdan a Juan como un padre más bien ausente.

Para mí, su primera «nieta», Juan fue una de las figuras principales de mi infancia quien, a la postre y desde lejos, ayudaría a formarme para lo que ahora mismo soy: lectora y escritora.
Cuando era niña Juan me llevaba de paseo a los parques, me compraba un atole y un tamal, costumbre que aún conservo para esas mañanas frías que salgo aprisa. Desde muy pequeña, me hacía acompañarlo a los gimnasios donde entrenaba boxeadores amateurs de una de las zonas más peligrosas de la Ciudad de México. Sin proponérselo, Juan encaminaba la vida de muchos jóvenes que podían encontrar en el coach la guía inexistente del hogar. En cambio, para sus propios hijos Juan no podía cumplir ese papel amoroso y protector. No pretendo explicarme por qué era así, no me lo pregunto. A la distancia lo observo como el hombre simple y complejo que era. Un ser humano generoso pero con limitaciones afectivas con su propia estirpe.
Juan era de complexión delgada. A primera vista no parecía entrenador de box, sino que daba la apariencia de ser un hombre meditabundo. Lo encontré muchas veces sentado en la mesa de la cocina, leyendo el periódico o un libro, fumando delicados sin filtro mientras se tomaba su café. Una foto muy común de un hombre mexicano de mitad del siglo XX; sin embargo, esta imagen cotidiana de Juan fue la que marcó mi vida para siempre. Surgió en mí la curiosidad por lo que hacía Juan, por qué se entretenía tanto en esos libros y periódicos que eran más importantes que una plática con sus propios hijos.
Una tarde vi a Juan recostado en su cama, leyendo. En su habitación también había dos pequeños libreros con no más de 60 libros, entre ellos: La Biblia, La Eneada, El laberinto de la soledad, un puñado de novelas de detectives, libros en inglés y hasta La picardía mexicana ; todos ellos adornaban las dos vitrinas. Le pregunté a Juan -papá Juan, como le decíamos- si me prestaba un libro. Me contestó que tomara el que quisiera y que lo leyera, que no fuera una ignorante como sus hijos. Así empezó mi recorrido por aquellos 60 libros. Algunos me los podía llevar a mi casa pero prefería leerlos ahí mismo, en la recámara de papá Juan, porque nadie pasaba por ahí, nadie iba a interrumpirlo. Era su lugar en donde nadie lo buscaba.

Antes de que yo comenzara mi educación secundaria, Juan Zúñiga murió de un paro cardiaco que lo tomó por sorpresa una mañana de octubre, recostado sobre su cama. Nadie lo vio morir. Una de las nietas (biológicas) lo encontró en su recámara unos minutos después del suceso y todo lo demás ocurrió como tenía que ocurrir. En el funeral todos los hijos lloraban. Por un instante olvidaron lo mal padre que aparentemente fue. En el sepelio había muchos jóvenes desconsolados: los boxeadores amateur que entrenó durante años. Habían perdido a su padre. Mi mamá también.

Durante el funeral no podía creer que Juan había muerto. Era como una broma pesada y seguro que pronto aparecería por allí. Entraría por la puerta de la casa a espantar a todos en el velorio. Antes de partir al sepelio se hizo una fila en el ataúd para despedirse de Juan. Yo también me formé. Cuando pasé, lo vi ahí, delgado como siempre, muy pálido, casi verde y con la boca medio abierta. Hasta ese momento supe que Juan había muerto y que no volvería a platicar con él, ni le podría preguntar tantas dudas que tenía sobre los libros que me había prestado. Ese día perdí al único abuelo que conocía.

Además de las dos vitrinas donde Juan almacenaba sus libros, existía una más donde guardaba sus pertenencias bajo llave. Hubo que romper el cristal para revisar el contenido. Los hijos esperaban encontrar el testamento o la herencia de Juan, pero él no tenía ahorros. Era mentira que tenía centenarios en la caja de Romeos y Julietas, como a veces alardeaba. Ni siquiera estaban en orden las escrituras de la casa, a nombre aún del antiguo propietario. Así que una vez más Juan decepcionó a sus hijos, fue un mal padre. Quizá por eso no visitan su tumba. La única que la limpia y siembra flores -donde los hijos dijeron que pondrían una lápida- es mi madre.

Lo único que dejó Juan fueron esos dos muebles llenos de libros que ninguno de sus hijos reclamó y de los que me apoderé cuando pregunté a mi abuelita si podía tomar los libros de inglés de papá Juan, para mis clases en la secundaria. Llévatelos todos, contestó.

Fue así como continué con la lectura de La Eneada, El laberinto de la soledad y Dichos y refranes de la picardía mexicana. Gracias a Juan Zúñiga, un mal padre, no soy una ignorante. No soy una ignorante de la generosidad y el amor del que es capaz un hombre.

Amor profundo

Hace un año, quizá un poco menos, estuve preparando una serie de poemas para mandarlos a un concurso, en realidad a dos. Preparando no quiere decir escribiendo, sino repasando, corrigiendo, tratando de hacer inteligibles aquellas palabras. Los pobres poemas no consiguieron nada en los concursos, pero eso no es lo que quiero contarles.

El caso es que estaba yo con los poemas y justo en esos días adquirí un extraño padecimiento en las encías. Eran como una especie de aftas que nacían en las encías, a la altura de los dientes caninos. Digo «una especie de aftas» porque no eran aftas, era algo peor, eran una cosa horrible y dolorosa. Implicaba un suplicio lavarse los dientes, comer o tomar una rica taza de café caliente; esto era lo que más padecía. Estaba tan ocupada con el trabajo que aplacé la visita al dentista durante dos semanas. Los remedios caseros y el lavado constante con productos del botiquín no aportaban alguna mejora; al contrario, cada día sentía y veía como esas heridas se agrandaban. Tenía miedo de perder mis dientes, de tener alguna infección, de no encontrar una solución a esta enfermedad que terriblemente consumía mis encías.

Mientras los días pasaban, me di cuenta de que este alboroto era, más que de salud, existencial, y que se debía a que estaba poniendo mi atención en algo que realmente me interesaba: la poesía.

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