Surge en mí la intención de hacer algunas listas de libros, solo para compartir y ver qué temas de discusión surgen. Una lista de libros sobre la India, uno de mis temas preferidos; una lista de novela histórica de México escrita por mujeres, de poemarios de poetas mujeres; una lista de novelas donde los pobres no sean objeto sino protagonistas. Mejor aún, una lista de libros donde los pobres sean los narradores, que cuenten la historia desde la primera persona. ¿Cuántos conocemos de estos?
Quiero leer una novela donde el personaje pobre, el desprotegido, el desvalido, sea el narrador; algo así como un “Pepe el Toro” contado por él mismo. En este sentido, me pregunto si “Nosotros los pobres” y sus continuaciones no serán acaso la historia de Pepe el Toro contada desde su perspectiva; según me acuerdo, en todas las escenas queda como el héroe.
Cuáles son esos libros o novelas donde los pobres se miran a sí mismos como héroes en búsqueda de su destino o del conocimiento supremo que traerán de vuelta a su comunidad. La pesquisa podría derivar en otra lista interesante: novelas donde los pobres cuenten una historia donde ellos sean “los malos”, los antihéroes. Quizá existen muchos ejemplos -desconocidos por mí- que cumplen con estas características.
¿De dónde viene este gusto de hacer listas de libros? De mis propias inclinaciones como lectora. Comienzo la lectura de un texto y, enseguida, mi imaginación quiere encontrar patrones con otras lecturas, analogías, parecidos o diferencias drásticas entre historias, estudios o teorías que conozca o pueda revisar.
https://www.amazon.com.mx/s/ref=as_li_ss_tl?__mk_es_MX=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&url=search-alias=stripbooks&field-keywords=frankenstein&sprefix=fran,aps,224&crid=3BJF5TAVMGF0H&linkCode=ll2&tag=drusilatorres-20&linkId=3a7418dc2db0c44804eb5e1bc8a5177b&language=es_MXPor ejemplo, recientemente estaba leyendo Frankenstein o El Prometeo Moderno, de Mary W. Shelley. Una lectura que me debía por ser un clásico –mea culpa– y porque dentro de poco la revisaré a conciencia en una de mis clases. En las primeras páginas me encuentro con la siguiente escena: un joven cuya familia adopta una niña huérfana y hermosa. El ahora hermano despierta un fuerte vínculo hacia la menor, lo cual notamos en frases como: “consideré a Elizabeth mía: mía para protegerla, quererla y cuidarla… Era más que mi hermana, puesto que hasta la muerte fue únicamente mía”. Describe con un tono casi sensual a su hermanastra, elogia la delicadeza que ha desarrollado por la educación brindada por la nueva familia. La observa y la procura, con un grado cercano a la idolatría. La forma en que habla de las gracias de la niña me parecen semejantes a la manera en que ahora apreciamos los trucos de nuestros animales domésticos: “mira qué lindo, qué bonito camina, qué gracioso se ve con aquel vestidito, qué curiosa su inteligencia”. Al igual que un dueño celoso de la salud y bienestar de su mascota, el joven protagonista cuida su posesión y se perturba si alguien osa tocarla.
Enlazo esta lectura con Confesiones de un opiófago inglés, donde el protagonista y autor, Thomas de Quincey, se establece en una casa, con el permiso del dueño que la frecuentaba ocasionalmente, para resguardarse de las noches inclementes del invierno de Londres. En aquel lugar se encuentra con una niña, quizá de la misma edad de Elizabeth Lavenza -la hermana de V. Frankenstein-, huérfana también, hambrienta y necesitada de genuina atención y cariño. No obstante, su presencia solo tiene la función de acompañar, brindar calor corporal y servicio doméstico para De Quincey y el dueño del inmueble. A pesar de que el opiófago -que en ese momento aún no era adicto-, llega a desarrollar cierto afecto por la criatura, en sus posteriores recuerdos ni siquiera surge el nombre de la niña; tampoco buscó mantener algún contacto con la chica; en cambio, prefiere imaginar su destino, marcado, según sus elucubraciones románticas, por la pobreza y la maternidad. No quisiera juzgarlos duramente, pero, qué más se podría esperar de dos personajes jóvenes, como V. Frankenstein y T. De Quincey, que solo están en búsqueda de la satisfacción personalísima, como muchos otros burgueses bohemios del siglo XIX.
A pesar de que uno de los personajes es ficticio y otro histórico, creo que puedo concederme la licencia de esta reflexión: ambos coinciden en narrar la historia en primera persona y, evidentemente, esta manera de relatar conlleva un sesgo, el de velar que el “yo”, como protagonista, quede parado en el mejor lugar posible. Además de ser el disfrutador de la experiencia, también se erige como héroe o salvador, con ayuda de algunas argucias narrativas. En estos relatos se deja a un lado la omnisciencia, esa capacidad del narrador que puede ver desde variadas perspectivas y analizar con detalle algunas conductas de los personajes. ¿Qué habría pensado el narrador omnisciente sobre el hermanastro que se siente atraído sensualmente por la huérfana recién adoptada?, ¿o del joven londinense que pasa las noches acurrucado con una niña en condición de cenicienta y de la que después se olvidó completamente?
¿Qué habrían pensado las niñas, si nos dejaran conocerlas como personajes activos, de las miradas lastimeras y quizá lascivas de estos hombres?, ¿qué tan cómodas se sentirían con esta situación?, ¿cuáles habrían sido las circunstancias que las obligaron a permanecer cerca de estos personajes?
Por eso me interesa formar aquellas listas y después leer los libros. Quiero encontrar el punto de vistas de los otros, por lo menos, en la ficción.
Siente la confianza de dejarme un comentario, una recomendación o tu punto de vista sobre estos temas.