1. Tuve un sueño. Soñé que estábamos en la casa, mis padres, mi hermana y yo, que comenzaba a temblar y todos salían, excepto yo, que me quedaba parado en el arco de la puerta, observando.
2. Nuestra vida podría asemejarse al camino del héroe. Si una de las etapas es la muerte en el mundo extraordinario y resurrección al mundo ordinario, entonces esto es como la muerte y el regreso será cuando salgamos del pozo, como Bruce Wayne.
3. Cuando era niño a mi padre le decían «el loco» por su manera de pensar. Teníamos una jaula llena de pájaros que él quería liberar, decía que ningún ser vivo merecía vivir encerrado. Cierto día, sin que nadie se diera cuenta, abrió la jaula y todos los pajaritos escaparon. Nos enojamos con él y le dijimos «loco». Cuando era niño pensaba que mi padre estaba loco, pero ahora me doy cuenta de la razón que tenía, ahora que estoy encerrado en esta jaula.
4. Disculpe, maestra, ¿usted cree que cambiemos?
La clase
La clase comenzó con catorce estudiantes, a pesar de que en la lista estaban apuntados treinta. Finalizaron solo diez; algunos desertaron en la segunda o tercera clase y otros nunca asistieron. De los que se quedaron me aprendí sus nombres y conocí sus historias, sus inquietudes sobre el lenguaje y sobre cómo funciona el pensamiento. Uno de ellos estaba ansioso por conocer las nuevas reglas de ortografía de la Real Academia Española, otro me insistió en que le explicara qué significaba inicio, desarrollo, clímax y desenlace; aquél necesitaba que sus textos fueran coherentes y uno más me dijo que tenía ganas de escribir una narración colectiva, que deseaba construir una historia paso por paso, desde el érase una vez hasta el fin.
Todos ellos estudiaban el segundo semestre de la carrera de Derecho, pero en esta clase nos olvidábamos un poco de las leyes, normas y constituciones para dedicarnos solo a la escritura y lectura de narraciones. Los estudiantes eran internos de un reclusorio.
El llamado a la aventura
Antes de entrar, tenía que encargar en una casa-paquetería de los alrededores mi celular, mis credenciales y algún cargador, USB o cable que llevara de más. Solo podía ingresar con lo indispensable: poquísimo dinero, mi identificación, un oficio que me daba autorización de impartir una clase en el penal, copias de las lecturas, un cuaderno y mis plumones de pizarrón blanco. Siempre eran muchas copias y las custodias revisaban entre los papeles con mucho cuidado, que no ingresara documentos prohibidos, que el agua fuera agua, que el oficio dijera mi nombre, me preguntaban varias veces ¿a dónde va?, al Centro Escolar.
Era necesario atravesar varios filtros pero el último me ponía más nerviosa: el que va de la puerta acceso donde están los internos hasta el Centro Escolar. Imaginen a una mujer caminando sola por un pasillo de unos 200 metros de largo y estrecho como de un metro y medio, cargando una bolsa en el costado mientras que a su alrededor solo hay hombres deambulando, ejercitándose, observando y empujando carros gigantes del «rancho»; algunos de ellos saludaban: buenos días, licenciada, ¿la ayudo con su bolsa?
Algunos profesores no quieren venir porque les da miedo, me dijo uno de los estudiantes. Claro que es para dar miedo, le contesté. Pero cuando estás en el salón de clases se te olvida.
Mente indomable
Si pudiera describir qué pienso o cómo me siento al impartir clases de una materia universitaria a estudiantes internos en un penal, me encuentro con que no puedo describirlo claramente con palabras. En cambio, creo que lo puedo explicar con una analogía con la película «Mente indomable» (1997). Específicamente, con la escena donde el psicólogo Sean Maguire (Robin Williams) reclama al súper profesor de matemáticas universitarias del MIT, Gerald Lambeau (Stellan Skarsgård), que no presione Will Hunting (Matt Damon), un adolescente genio de las ciencias que trabaja en el servicio de limpieza de la universidad para que consiga un trabajo formal y consiga reconocimientos académicos y hasta el Premio Nobel. Maguire opina, en pocas palabras, que el éxito académico y profesional son convenciones sociales, que sería preferible que Will eligiera qué quiere hacer con su vida, a qué se quiere dedicar, en qué quiere invertir su tiempo. Por su parte, el profesor Lambeau sostiene que seguir en el camino de la rebeldía y en el empleo de limpieza haría de su vida un desperdicio y lo convertiría en un hombre fracasado.
En esta discusión interna me mantuve durante el semestre que asistí como profesora en la cárcel. Aunque ninguno de los estudiantes eran propiamente genios de las ciencias, su capacidad analítica y su interés en asuntos relacionados con el lenguaje y el pensamiento sobrepasaba lo que imaginé que me encontraría. Quizá es por la vida que han tenido, por la presión que la vida ha ejercido en ellos desde niños o desde que están en el penal, quizá es por la edad. Quizá es porque una carrera universitaria en esas condiciones exige un esfuerzo intelectual aún mayor; desde el inicial acto de inscribirse, hasta despertarse tres veces a la semana para ir a tomar clases, argumentar y resolver tareas universitarias cuando a tu alrededor hay mundo caótico donde prevalece la agresión, la violencia, la pobreza y la desintegración social. Quizá por eso su mente exprime hasta la última gota de inteligencia cuando están en ese salón de clases.
Al terminar cada clase salía del penal completamente iluminada y llena de esperanza porque los estudiantes habían logrado un importante avance académico en tan solo tres horas y me preguntaba: ¿cómo es posible estas mentes estén aquí?, ¿qué los trajo a este lugar?, ¿qué los hace reincidir?, ¿qué será de ellos mañana o cuando salgan de prisión?, ¿qué decidirán hacer con lo que han aprendido?
Los que enseñan y la que aprende
El último día de clases, entregué a los estudiantes una hoja en la que anoté su calificación y observaciones en una rúbrica de desempeño. Hice comentarios sobre sus áreas de oportunidad en cuanto a la escritura narrativa y la comprensión lectora, y sobre cómo podrían perfeccionar su ortografía y redacción. Fue evidente su alegría porque aprobaron la materia. Algunos de ellos obtuvieron el anhelado 10. Me parecía como si jamás hubieran escuchado un comentario de aprobación sobre algo que habían hecho.
Para cerrar el ciclo escolar hice una ronda en la que pregunté qué habían aprendido y qué les hubiera gustado revisar en la clase. Contestaron animados y yo tomé nota para mejorar mis próximos cursos, pero no pude comunicarles lo que yo había aprendido. No quería verme sentimental ni mostrarme vulnerable en ese lugar, yo sola. Una mujer sola mostrándose vulnerable en un salón lleno de hombres adultos más fuertes que yo. No me parecía el momento apropiado.
Cuando nos dedicamos a una profesión de servicio como la docencia, el cuidado de la salud, la atención a las personas, falsamente pensamos que elegimos esta actividad para «ayudar a la gente». Sinceramente, creo que uno ha elegido esta profesión porque está necesitado del contacto con los otros, de sus historias, de aprender a través de su vida; al final, es uno el que necesita la ayuda y la obtiene gracias al intercambio con los demás.
Aprendí de este semestre en la cárcel, en primer lugar, que me puedo vestir de otros colores que no sean el negro, porque han de saber que a la cárcel no puedes ingresar con ciertas prendas, así que tuve que inventar nuevas combinaciones en mi atuendo para poder asistir a mi lugar de trabajo.
Aprendí que la educación puede ser una tabla de salvación para eliminar la violencia y mejorar la vida de las personas. En la cárcel está la prueba. El acceso al conocimiento, a nuevos contextos ideológicos, abre el panorama de la mente individual, ofrece nuevas opciones para la convivencia y la realización personal.
Aprendí a aceptar. Cada uno de los estudiantes trae al salón de clases su historia particular. Algunos han cometido delitos, otros solo estuvieron en el lugar y momento equivocados. Aprendí a aceptar que, fuera como fuera, ellos tenían el derecho a recibir educación y trato digno. También aprendí a aceptar su destino. No importaba lo que yo tratara de comunicar en la clase o lo que yo consideraba «bueno» o «malo» para ellos. Cada uno tomaría sus propias decisiones y seguirá su propio camino, cumplirán su destino que está más allá, incluso, de su albedrío. Y esto aplica para todos los contextos escolares.
Aprendí el valor de una barda. Cuando salía de las clases, pasaba al lado de una barda, detrás de ella se observaban algunos cerros que no estaban lejos del penal, podría llegar caminando a ellos si quisiera; podría ir allí y recostarme sobre el verde de esos cerros, tocar el pasto con mis manos, respirar ese olor a humedad de la tierra después de la lluvia. Podía hacerlo si quisiera, en cambio, los estudiantes no. Esa barda separa el penal de la libertad. Cuánto vale esa barda.
J
El estudiante más joven de la clase tenía 22 años, lo llamaré J. Él fue quien me preguntó sobre la estructura de la narración y me contó su sueño sobre el sismo. En una de las primeras tareas que revisé, le escribí una nota a manera de intervención con enfoque sistémico. La nota decía así: «Frase de poder: Papá, tú eres el grande y yo soy el pequeño. Gracias por la vida que recibí de ti.»
No recuerdo por qué elegí esa frase, quizá en la tarea me compartía algo sobre la relación con su padre que, en estos contextos, generalmente es una relación interrumpida o rota. No le di seguimiento a esta intervención, lo dejé deliberadamente en manos de J, solo si él quería podría tomarla y hacer algo con ella.
En la penúltima clase, mientras repasábamos que cada uno tuviera las tareas completas, J pasó a mi escritorio y compartió conmigo que había leído la frase aquella y que lo había «dejado pensando». Cierto día llamó a su padre y le leyó la frase por teléfono: «Papá, tú eres el grande y yo el pequeño. Gracias por la vida que recibí de ti». Me he sentido más tranquilo después de esto, finalizó.
J no asistió a la última clase del semestre. Su compañero de mesa me informó que J había obtenido su libertad días antes, que fue una sorpresa para él porque en el amparo le redujeron la condena y hasta «había cumplido de más». Aún así, dejó su trabajo final porque quería aprobar la materia.
Ya la había aprobado el día que llamó a su padre.
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Escribo esto con mucho respeto hacia los estudiantes y sus familias.