Lectora – Un comentario después de leer El último lector de Ricardo Piglia

Lector es una palabra que viene cargada, como casi todos los sustantivos que terminan en -or. Como señor, doctor, escritor, profesor. Se refieren a un hombre adulto y, en el caso del lector, uno que se percibe a sí mismo como muy interesante.


Lector es una palabra adulta y aburrida, con la que ni las jóvenes, ni las infancias a las que pretendemos acompañar quieren identificarse. Por eso quiero traer al imaginario común a la lectora. La mujer niña o adulta que, a pesar de los silenciamientos sistemáticos de nuestras realidades, ahí ha estado siempre.


No solo la mujer objeto de la literatura, una especie de contraparte de don Quijote, como Emma Bovary, sino una lectora viva pero también la deseada y pensada desde la experiencia de las mujeres. Nosotras no somos las últimas lectoras. Nosotras seguimos leyendo y no nos vamos a cansar de hacerlo hasta que nuestra curiosidad quede satisfecha; para emanciparnos, e incluso como ejercicio de nuestra libertad, leemos.


Algunas lectoras reales e imaginadas por nosotras:

• Scout Finch, la narradora de Matar a un ruiseñor, de Harper Lee.


• Juana de Asbaje, la niña que fue Sor Juana Inés de la Cruz. Me la imagino devorando la biblioteca del abuelo.


• Paloma y la portera de La elegancia del erizo


• Jo March de Mujercitas


• Anne Shirley de Anne With an E


• Elizabeth Bennet de Orgullo y Prejuicio

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Sobre The Crown. Temporada 4

Hace unos días me dolía mucho la cabeza porque me desvelé viendo un documental de Lady Di. La verdad es que esta mujer -pienso- la pasó muy mal en su vida. A pesar de tener un montón de dinero y de que nunca tuvo que preocuparse por su supervivencia, como la mayoría de las mujeres en el 2021, la vida de Diana nos muestra que las violencias sistémicas hacia las mujeres las padecen – y quizá con igual intensidad e inclemencia- incluso las ricas y poderosas.

Promocional de la 4a temporada. Con las tres protagonistas.

El 15 de noviembre se estrenó la cuarta temporada de la serie The Crown de la cual todos estaban hablando y yo no era espectadora asidua. En mi edad adulta poco me ha llamado la atención la vida ostentosa de la llamada «realeza» que más bien es solo una pantomima; sin embargo me enteré de que actuaría como Margaret Tatcher la actriz Gillian Anderson, otrora protagonista de Los expedientes secretos X, quién realmente me parece una excelente intérprete desde que la vi en The Fall como la detective Stella Gibson. Además, también leí en las redes que en esta temporada se revisaría la vida de Lady Di, Dana Spencer. No puedo negar que surgió cierta nostalgia de mis días de infancia-pubertad, cuando acompañaba a mi madre viendo los programas de chismes o las noticias que hablaban de la princesa Diana. Incluso recuerdo vívidamente el momento en que nos enteramos de su muerte en una emisión especial de altas horas de la noche en un Canal de TV Azteca.

En fin, estas memorias me llevaron a mirar la cuarta temporada y, aprovechando, también la primera para «entenderle mejor». Porque, cabe señalar, me considero una total ignorante en temas de la historia de Inglaterra. Eso fue hace unas semanas y debo confesar que no lograba avanzar más allá de los primeros capítulos. Cada episodio me reforzaba esta idea que tengo y que también se menciona en uno de los capítulos iniciales: La familia real sólo son un conjunto de personas vanas, superficiales, mantenidas y sin trabajo. Los verdaderos «ninis» del mundo, los parásitos de la sociedad.

He estado estado revisando alternadamente las biografías en Wikipedia y otros documentales sobre las personas que componen «la familia real» y los miembros más eminentes de la política inglesa del siglo XX. Definitivamente siguen llamando mi atención, sobre otras, las figuras de Margaret Tatcher y Diana de Gales, a quienes considero los seres más vivos de este conjunto de maniquíes con poder que son los miembros de la corona.

Gillian Anderson como Margaret Tatcher

Algo iba yo a decir sobre Lady Di. Sí: qué en la serie y en ciertos documentales que se encuentran en Youtube y Netflix la retratan como una mujer que aprovecha las circunstancias y oportunidades que le brindaba la corona, como si su más ferviente deseo fuese, en cierta manera, destruir o hacer quedar en ridículo a la familia real. Tal punto de vista me parece por demás exagerado e incoherente. ¿Cómo sería posible que una mujer joven, inexperta y prácticamente secuestrada del hogar paterno para ser enclaustrada en un castillo tuviese la capacidad de maquinar un plan maquiavélico contra la reina o la corona? Y aunque lo tuviese ¿qué posibilidades habría, siendo ella sola, sin red de apoyo, sin siquiera un confidente, mientras que la corona es un armamento de recursos capitales y humanos?

Lady Di no es sino un ejemplo paradigmático de lo que son las mujeres para las naciones y culturas que defienden el poder de la familia, el amor romántico, la pareja y el matrimonio. Una mujer joven es sólo una presa, un accesorio para que luzca el varón y sus instituciones. La mujer es un instrumento para ostentar poder, la mujer es un instrumento para la crianza y para el cuidado. La mujer no puede ser más que un animal de compañía o una muñeca. La mujer sólo debería dedicarse a la familia. Está prohibido que la mujer exprese su inconformidad, su insatisfacción, su frustración, sus más fervientes deseos. La mujer que se exhibe, que es libre, la que sale de los roles impuestos, debe ser destruida. Y esa fue la vida y la muerte de Diana Spencer: joven secuestrada por la realeza, exprimida hasta la última gota de su capacidad de amar, de cuidar, de gestar. Destrozada cuando pretendió liberarse. Qué tan lejos y qué tan cerca estamos de aquella historia. 

O si lo prefieres


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De donde brota el loto

El día de mi cumpleaños lo quise festejar dándome un regalo: la publicación de mi primer libro. A pesar de las situaciones actuales, en esencia no cambió el plan que tenía para este momento.

«De donde brota el loto» es un poemario que ha ido desarrollándose entre las pandemias. Algunos de los poemas del inicio datan de 2009; mientras que aquellos más «maduros» recibieron sus últimos retoques apenas hace unos días.

Tengo la convicción de que las manifestaciones creativas deben ser accesibles y abiertas a todo público, pero también defiendo la escritura de las mujeres como un oficio que necesita ser reconocido y retribuido, por ello comparto este trabajo poético de dos maneras:

«De donde brota el loto» se puede leer gratuitamente aquí.

También se puede leer desde Kindle a un precio simbólico. Ver aquí.

Mi interés principal es que estás palabras sean leídas, si acaso, que puedan ser apreciadas y, sería un verdadero sueño hecho realidad, que sean compartidas y que inviten a otros al gusto por la poesía y la escritura.

Este es mi regalo a la Drusila de 2009, que una madrugada de abril se despertó con unas palabras que se le atoraban en la garganta y en una libreta de hojas blancas las escribió, una debajo de la otra.

Amigas, amigos, están invitados a leer.

Reconciliación

Reconciliación: volver a unir lo que antes se había separado. Reconciliar: tener un estado de tranquilidad y paz interior.

Relataré la historia de una mujer a quien ninguna palabra le hará justicia.

Desde joven, ella acostumbró enfrentarse a la vida con coraje, pero no en su acepción de valentía sino de violencia. Con todo su cuerpo se lanzaba para conseguir sus objetivos. Sin importarle sobre quién pasaba: sobre otra mujer, sobre sus hijos, sobre sus hermanos, sobre su madre.

Cada día era una afrenta que ganar: una nueva calle, un hombre, un negocio, a punta de violencia. Si alguno osaba poner un dedo encima de lo que consideraba suyo se convertía en adversario. Tenía que pagar con cuerpo y sangre. Si algo deseaba, ella lo debía poseer. Era la dueña legítima del mundo que imaginaba, por muy limitado que este fuera.

Así se condujo. En sus últimos años había dejado tanta destrucción a su paso que no cabían palabras de reconciliación en su vocabulario.

Su furia era producto de una cuenta no saldada desde la infancia. Una verdad no dicha, la verdad sobre su nacimiento. Su madre nunca aclaró la identidad de su padre. No tenía permiso de arrojarse a los brazos de la ternura y la fortaleza que brinda el abrazo del progenitor. No tenía permitido saber si el hombre que buscaba desde niña estaba cerca o lejos, presente o ausente de su vida. Así que llamaba «papá» a varios hombres solo para ver si en alguna ocasión atinaba, si con la palabra insuflaba la esencia y atraía el amor tan deseado.

Se tatuó un león blanco en la espalda, entre la nuca y el omóplato, coronado de flores. Ahí era donde dolía el padre.

Desconocer su origen, a la postre, creó en su corazón resentimiento por cualquiera que le ocultara o le negara algo. En el mundo proyectaba la batalla persistente en su corazón: su madre ocultando y su padre queriendo manifestarse. Ahí tampoco podía reconciliarlos. No había paz.

Tampoco afuera obtuvo la reconciliación: se enemistó con sus hermanos, despreciaba a su madre, rechazaba a sus hijos, a su pareja.

No podía perdonar. Necesitaba mantenerse por encima del otro y así evitar el dolor del rechazo, la traición y la mentira. Aunque ella también había participado en las afrentas, se había difuminado la línea de la víctima y el perpetrador. ¿Acaso ella no había sido víctima de la negación del amor?, ¿y acaso no también había inflingido dolor y perseguido a los suyos?

No podía otorgar el favor del perdón para los demás ni mostrar esa debilidad para sí.

Se tatuó una rosa en la muñeca derecha, dulce y espinoso puño con el que una vez arrojó el coraje violento para golpear al universo y que, finalmente, regresó como búmeran a sus espaldas. En forma de bala le atravesó la nuca, subió por el cuello y salió por la mejilla.

El dolor, la angustia y la desesperanza que con ahínco exiliaba de su vida, regresaban ahora para reconciliarse, unirse con ella en el último segundo de eternidad.

Imagen: http://designs.dubuddha.org/sketch-red-rose-watercolor/

La crisis de Cenicienta

Contar historias a los niños

El tema de los cuentos infantiles o los cuentos que contamos a los niños ha llamado mi atención desde 2014, cuando aprendí en una formación con Bert Hellinger que las historias que escuchamos en la infancia, ya sean ficticias o reales, aún más las historias familiares, pueden marcar nuestra vida. Las decisiones que tomamos y la manera en cómo respondemos a los eventos está relacionado con las narraciones que escuchamos cuando niños.

Los niños necesitan de modelos a seguir. Las primeras figuras a las que imitan son los padres, ante su ausencia, seguirán a otros adultos que los acompañen pero también impactan en el imaginario del niño los héroes de las historias que escuchan o que miran. El niño o niña se encuentra en etapa de formación, es por ello que es susceptible de identificarse con cualquiera de los arquetipos con los que tenga contacto. Por ello, es importante que el infante cuente con una guía adulta que filtre la información y los estímulos que recibe, acotando las aventuras del héroe en un marco ético.

Durante los primeros años de la infancia observamos cómo el niño o la niña se identifica con los ciertos personajes. Somos testigos de pequeños que nos piden llamarlos con el nombre de una caricatura, imitan sus gestos, palabras y actitudes. Es completamente normal en la etapa de formación de la personalidad. No obstante y por esta razón, es importante que los padres y madres interesados en la educación de sus hijos revisen a qué tipo de historias tienen acceso sus hijos. Es necesario también que los padres y madres sean cuidadosos en el discurso que comparten con sus pequeños; qué cuentan y cómo lo cuentan, a quiénes presentan como héroes, a qué tipo de obstáculos se enfrenta el héroe, cómo los supera, qué tipo de persona es el antagonista, cuál es el resultado de superar los obstáculos, cuál es el final para el héroe. Estos detalles inciden en la formación del mundo interior del niño o niña, en lo que considera como bueno o como malo, en sus aspiraciones y metas.

Todo esto es relevante no solo al contar historias de ficción sino también cuando compartimos anécdotas de la familia y sus integrantes, cuando narramos la propia vida. Pensemos en la diferencia que habría entre una niña a la que cuentan la historia de un padre que abandonó a sus hijos por ser mal padre y, por otro lado, un niño al que cuentan la historia de un padre que no pudo acompañar a sus hijos porque tenía un destino diferente; ¿qué sentimientos hacia el padre generaría esta historia en la niña y en el niño?

Independientemente de las historias que contemos a los niños y niñas, de la intención que pongamos en ello, no podemos estar seguros de cómo el infante interpretará la narración y qué hará con ella. No podemos controlar lo que pasa por la mente del niño ni mucho menos su camino de vida. Esta situación puede generar estrés a algunos padres y madres. Suelo decir a los encargados de la educación de los niños que confíen, a pesar todo, el niño saldrá adelante. Como hiciste tú, que llegaste hasta aquí, a pesar de todo. Aún así, vale la pena poner atención en las palabras.

 

Contar historias a las niñas

Las niñas de mi generación (que crecieron en los años 90), querámoslo o no, hemos sido educadas con las historias de la televisión, en específico, con las telenovelas. Nuestras madres, nuestras abuelas o nanas fueron espectadoras de estas narraciones televisivas, de las que niños y niñas tomaban modelos a seguir. En particular, las niñas aprendimos mucho. De manera recurrente se nos presentaba el relato de una huérfana que por azares del destino llegaba a vivir a una casa donde sufría maltrato; cierto día, la huérfana conocía a un hombre de mejor posición que ella y se enamoraba; aunque no era fácil consumar el amor, para ello, el hombre la tendría que elegir entre otras y demostrar su entrega incondicional por medio del matrimonio.

Es la historia de la Cenicienta. Dicha narración guarda un contenido inconsciente, simbólico, bello. A pesar de los prejuicios que mis lectores y lectoras tengan, La Cenicienta es una historia de autodescubrimiento. En cierta edad infantil, no se hace distingo por el sexo ni la libido está despierta al grado de pensar en la unión sexual constantemente. Para un niño o niña, el cuento de la Cenicienta representa la resiliencia, es decir, el ánimo con el que una persona afronta los obstáculos y desgracias de la vida. Cenicienta, como su nombre lo indica, vive entre las cenizas, está oculta entre lo más humilde y consagra su vida al servicio; no tiene jerarquía en el sistema familiar, así mismo se siente un niño en su propia casa: no tiene rango ni voz, está oculto entre los demás hermanos o al final de la lista de los familiares. Cenicienta conoce al príncipe, es decir, sabe que pude alcanzar un alta jerarquía, ser mirada y valorada, ser la elegida. Pero el puesto de princesa no se logra de la noche a la mañana (con un solo baile), deberá pasar un tiempo en el que, además, tendrá que probar su verdadera identidad.

Lejos de una interpretación sexista, cenicienta o ceniciento, la niña o el niño, deberá demostrar a su príncipe (su más alta aspiración humana y espiritual) su autenticidad, su verdadera esencia, su ser. La prueba es que el pie corresponda perfectamente con el zapato: su ser verdadero no ha sido alterado, manchado ni corrompido por las cenizas, por la vida de servicio, por la pobreza, ni por la carencia o el maltrato.

Visto de esta manera, el cuento de Cenicienta es una historia de superación. Me parece que, en el fondo, así es como la hemos asimilado a quienes nos ha tocado, ya sea por medio del cuento popular o por la interpretación de las telenovelas.

Sin embargo, no podemos dejar de lado que los productos televisivos, que pasan por el filtro del mercado y de los grupos comerciales, de los intereses particulares y de las necesidades de la sociedad, aportan mensajes donde predomina el pensamiento dominante. En el caso de la sociedad mexicana del siglo XX, en donde más de la mitad de la población vivía en la pobreza, la mayoría de las mujeres se dedicaban principalmente a las actividades domésticas y una de las formas de ascender socialmente o ser reconocida era por medio del matrimonio heterosexual, para este tipo de sociedad, la historia de Cenicienta bajo el sesgo de las telenovelas mandaba mensajes muy particulares a las madres mexicanas y a sus hijas.

Creo que ahora vivimos una crisis de la Cenicienta. En cierta manera, las niñas aprendimos que la culminación de nuestras metas llegaría cuando encontráramos una pareja con la que adquiriríamos cierto estatus o pertenencia. Pero, debido a la evolución del contexto mexicano, en el cual las mujeres gozan de acceso a la educación profesional, independencia económica y un mejor nivel de vida (mucho de esto a costa de lo que nuestras madres padecieron), las mujeres somos capaces de cumplir nuestras metas sin el acompañamiento del «príncipe». La crisis que observo consiste en que algunas mujeres aún se sienten incompletas por la falta de la pareja y no pueden reconocerse a sí mismas en el éxito ante la ausencia de esta.

Así como sugiero a los adultos que confíen en los niños, también les digo (nos digo), a las mujeres, que confiemos. El tiempo nos dirá dónde está el príncipe. Como dije antes, para los niños el príncipe no es precisamente la pareja sexual sino la más alta aspiración individual. El príncipe es el Alma humana, el ser verdadero que nos reconoce aún cubiertos de cenizas. Aunque para algunas personas el tener pareja es una de las principales aspiraciones, es importante reconocer al príncipe dentro de nosotros. Primero necesitamos lograr el matrimonio y comunión con nuestro verdadero ser, integrados. Luego la pareja llegará -o no- a tocar la puerta, querrá probarnos la zapatilla y sabremos de antemano que calzamos perfecto en ella.

 

Referencias:

Psicoanálisis de los cuentos de hadas de Bruno Bettelheim.

El derecho a escribir (El camino del escritor, de Julia Cameron)

“Vende tu destreza y compra desconcierto.”

Rumi

Apenas ayer concluí la lectura de un libro. Me llevé siete meses para llegar a la última página; se debe a varios factores, entre el trabajo y las pruebas de la vida, pero también a que me propuse realizar los ejercicios que indican al terminar cada capítulo. ¿De qué libro estoy hablando? Se llama Camino del escritor o en inglés The Right to Write. Justo en el último capítulo se habla del escritor prototipo, hombre -por supuesto- y ortodoxo, que se queja de que “cualquiera pueda hacerse escritor”, “por culpa de esos amateurs a los verdaderos escritores les cuesta más trabajo ser reconocidos”. Tristemente así piensan algunas personas sobre el acto de escribir. Pero Julia Cameron, la autora, tiene una idea diferente.

Cameron es ampliamente reconocida en Estados Unidos por sus talleres de creatividad -no solo literaria. En este texto nos cuenta su experiencia sobre los miedos que agobian a los escritores, amateurs y profesionales, cuando se enfrentan a la página: prejuicios sobre el tema, la forma o la calidad de la escritura. Su consejo es, en resumen: solo escribe.

En cada capítulo propone un “ejercicio de iniciación”, con la única intención de ponerte a escribir, muchas de las tareas están relacionadas con narrar tu propia vida y es aquí donde viene lo interesante, ya que el lector-escribiente se da cuenta de que la vida propia es una fuente de material casi inagotable de tópicos y recursos de escritura. De hecho, este libro llegó a conmoverme en algunas secciones donde “me regaña” por no cultivar mis amistades, mi vida social, por no salir a descubrir el mundo. Me identifiqué porque durante muchos años he evitado reuniones, salidas y amistades con el pretexto de “no tener tiempo” y porque “preferiría estar escribiendo”, pero al final, ni ocupaba el tiempo en algo mejor ni escribía. Eso me dejaba peor de lo que estaba. Estaba frustrada, ni escribía ni vivía. Así gasté cinco años, hasta que una noche de octubre abrí el libro que tenía en la biblioteca de la casa que, por cierto, era prestado. Poco a poco me fui desengañando del tipo de escritora que quería ser y comencé solo a ser, a escribir, sobre cualquier cosa, cualquier extensión y cualquier palabra está bien.

En el momento en que me pongo a escribir, todo se equilibra. Si tomas una dosis de escritura diaria, soy capaz de estar presente de verdad en mi vida social con mis cinco sentidos. Soy capaz de estar presente de verdad en mi vida en lugar de vivir en ese país de fantasía del escritor que no escribe, ese lugar decadente donde uno siempre “debería” estar en otro sitio -escribiendo- de tal modo que uno nunca disfruta del lugar en el que está. (Julia Cameron, El camino del escritor, p. 93)

No quiero aburrirlos con detalles, pero sí ustedes, como yo, tienen un ferviente deseo por escribir, pero no saben cómo empezar ni qué decir, recomiendo que tomen este libro y emprendan la aventura de los cuarenta y tres ejercicios que Julia Cameron sugiere. Entre ellos, los que más me han gustado y enriquecido son:

  • Escribir diariamente tres “páginas matutinas” a mano. A mí, que me encantan los cuadernos y las plumas, no tardó en convencerme. La intención de estas páginas es vaciar la mente escribiendo sobre lo que pasa por nuestra cabeza; al paso de los días surgen frases que derivan en proyectos de escritura.
  • La línea del tiempo de tu vida. Independientemente de que quieras ser escritor o no, este ejercicio es excelente. De hecho, la autobiografía la he venido trabajando paralelamente, como tarea escolar de un diplomado y en otro momento hablaré de esto. Por ahora te puedo decir que una lista de los hechos que vivimos a lo largo de los años, nos brinda una perspectiva amplia de nuestro recorrido. Contarnos a nosotros mismos nuestra historia puede ser revelador.
  • Llenar la fuente. Con esto, Julia Cameron quiere decir que no tengamos miedo de salir a caminar, a observar el paisaje o tomar una taza de café con un querido amigo, ir a un museo o ver algo que nos cause placer en cualquier lado. La vista y los demás sentidos son la fuente y las experiencias, el manantial de donde eventualmente tomaremos aquello que sea necesario para nuestra escritura. Particularmente este consejo me ha servido de mucho; tiendo a quedarme encerrada, a ser introvertida, evitativa, pero ahora me doy permiso de salir, de tener amigos, de conocerme a través de lo que pasa afuera.

Al escribir estamos describiendo y decidiendo la dirección que toma nuestra vida. A medida que nos mostramos más sinceros sobre el papel y expresamos lo que nos gusta y lo que no nos gusta, nuestras esperanzas y sueños; a medida que nos mostramos dispuestos a ser claros, las tinieblas de nuestra vida comienzan a disiparse y percibimos con mayor nitidez nuestra vida. Escribir es un laboratorio de pruebas. Nos enseña a ser felices, a ser valientes, abiertos, bondadosos, leales, inventivos y, también vulnerables. Si podemos hacerlo sobre el papel, si podemos dejar que nuestra imaginación conecte los puntos, empezaremos a percibir una imagen propia mucho más completa y humana, de lo que nunca habíamos conseguido imaginar .

(Julia Cameron, El camino del escritor, p.160)

Cuando inicié la lectura del libro me sentía un tanto ridícula. ¿Por qué necesitaría leer sobre cómo escribir si yo ya era un profesional de las letras? Precisamente por eso, por ser un profesional me estaba exigiendo resultados que no podría cumplir, tenía que acercarme a la escritura con el entusiasmo de un amateur, con el amor de un amateur. Al finalizar este libro, con mucho placer y amor veo un poemario casi terminado, una novela en ciernes y la escritura de este blog que pienso continuar durante mucho tiempo más.

Puedes comprar el libro Camino del escritor, El. Curso de escritura creativa impreso o The Right to Write: An Invitation and Initiation into the Writing Life para kindle.

Epílogo

Al libro no le falta nada, te dota de las herramientas necesarias para comenzar a escribir, quizá solo agregaría una página al final donde invite a revisar lo que has escrito, revisar y revisar (sin miedo) hasta que obtengas la pieza que te habías imaginado.

Amar a las mujeres escritoras (parte II)

Ser mujer y escritora, aquí en México, supone un doble reto. Además del reto que en sí mismo es publicar o dar a conocer tu obra, tienes que sortear los prejuicios en los que cae la literatura escrita por mujeres, cuidar de que en el currículum no resalte alguna relación con los hombres reconocidos y, finalmente, entrar en el canon para ser más o menos tomada en cuenta.

Hace algunas semanas, mientras recordaba mujeres escritoras reconocidas del siglo XX, en mi mente aparecía la imagen de Nellie Campobello o Rosario Castellanos y me preguntaba si en este siglo habrá escritoras que se acerquen a este nivel. Así me di cuenta de que yo misma hago demandas a las escritoras, quiero que sean excepcionales, que sean grandes, que encajen en lo que para mí debería de ser la buena literatura. Estoy aplicando una especie de micromachismo, en donde pongo una vara a la escritura hecha por mujeres para que estén a la altura de un estándar del siglo pasado, que seguramente formó el patriarcado.

Este mismo nivel de exigencia aplicamos a las mujeres en otros ámbitos. Si escriben sobre un tema polémico, si levantan la voz para exigir respeto o si denuncian ante la ley alguna injusticia, las miradas y los dedos índices se dirigen hacia ellas. Aunque hay quien apoya sus causas, se nota más cuando la crítica tiene el objetivo de desacreditar sus acciones. ¿Ejemplos? Puedo citar más de uno reciente: la crítica a Valeria Luiselli por su columna en El País donde expresa su postura ante el feminismo; las ofensas que recibió la bloguera conocida como Plaqueta por denunciar el acoso callejero; otro caso, menos conocido, es el que nos deja saber la escritora Rowena Bali en su emisión radiofónica, sobre la crítica machista y desinformada de su obra. Estos son algunos de los innumerables casos que podemos ver todos los días circulando en la red, espacio donde ahora se desenvuelve la opinión pública dominante.

No me lavo las manos, yo misma he lanzado mis prejuicios y condicionamientos sociales hacia las mujeres. Ni siquiera nosotras somos libres del hábito cultural de menospreciar lo que hacemos.

Por esta razón, más que pedir a las mujeres que se comporten, piensen o escriban de alguna manera, para estar a la altura de una situación o de un canon, prefiero cambiar mi propia postura, prefiero comenzar a mirar lo que hacen las mujeres con nuevos ojos.

Rowena Bali, en uno de sus comentarios radiofónicos, dice que (casi) no guarda esperanza de que el machismo deje de existir en los círculos culturales o literarios. Pienso lo mismo, aún hace falta tiempo, la muerte física e ideológica de las generaciones patriarcales, para que a la mujer se le mire por solo por sus obras y no en comparación con los estándares oficialistas.

Sin embargo, mientras esto ocurre, las mujeres (y los hombres que quieran acompañarnos) necesitamos adelantar un poco el trabajo. Antes de criticar negativamente a la escritura femenina, señalar sus desaciertos y pedirle que sea excepcional, aplaudiré que una mujer escriba, que una mujer exprese su opinión sobre cualquier tema, que una mujer sea capaz de interpretar la vida del modo que su contexto se lo permita y expresarlo en el arte. Me alegraré de que una mujer escritora publiqué, de que obtenga un reconocimiento, de que aparezca en una sección o programa cultural. Festejaré aún más si cada vez es una mujer diferente, si puedo conocer cada vez a más escritoras, más artistas, más creadoras.

Además, también apoyaré que una mujer exija el respeto debido a su cuerpo y a su integridad, que busque resarcir un agravio mediante la vía legal y la que sea éticamente posible.

Es necesario que yo, como mujer, comience a generar esta mirada amorosa hacia las mujeres, esta mirada imparcial y abierta al asombro. La misma mirada que dirijo a las obras de los hombres.

Recomiendo

Escuchar Cultura Urbana, programa de radio en línea en donde Rowena Bali y Juan José Reyes nos comparten reseñas, entrevistas y reflexiones sobre la cultura (sobre todo literaria) de la Ciudad de México. Gracias a esta emisión he ampliado mis horizontes sobre las escritoras mexicanas.

Amar a las mujeres escritoras (parte I)

Desde hace algunas semanas he querido compartir algunas ideas sobre las mujeres escritoras mexicanas, no sobre unas cuantas con nombres y apellidos, sino sobre el oficio de escribir para las mujeres aquí en México. Tenía la intención de decir que me he dado cuenta de que algunas escritoras son privilegiadas por los censores culturales. Algunas mujeres escritoras son mencionadas constantemente en casi todos los suplementos culturales, en las noticias sobre estos temas, son llamadas para los festivales, las presentaciones, se les otorgan reconocimientos. Casi siempre son las mismas. De hecho, en mi imaginario son casi figuras icónicas, como Elena Poniatowska, cuyo rostro y nombre representan lo que es una «mujer escritora». Aparece en carteles de eventos literarios, en magazines de librerías y en revistas de socialité. Esto me hace pensar ¿realmente solo tenemos estas escritoras, las de siempre? La verdad es que no tengo un censo a la mano, pero el estado de la cuestión me hace inferir que, dadas las condiciones socioculturales del país, por cada dos hombres escritores hay una mujer escritora. Me atrevo a decir, incluso, que por cada 5 hombres que publican una sola mujer lo hace.

¿De dónde obtengo estos datos? Como digo, por la inferencia de lo que observo en los medios de difusión cultural. Últimamente me he encontrado con conferencias, mesas de lectura y publicaciones en las que aproximadamente el 80% de los participantes son hombres. Por ejemplo, hace poco en la sección de opinión de la publicación Máspormás, me encontré con 9 columnas de hombres y dos de mujeres. Una de ellas Lydia Cacho, ampliamente reconocida, figura icónica.

Me pregunto nuevamente, ¿dónde están las (demás) mujeres escritoras?, ¿será acaso que no las hay, que no se atreven a serlo?, ¿será que la calidad de sus creaciones no alcanza el nivel de “publicable”?, ¿por qué no hay más mujeres, diferentes mujeres, apareciendo en estos suplementos culturales?

Sinceramente, creo que el problema no estriba en la calidad o cantidad de la escritura hecha por mujeres, sino en el poder de las cúpulas culturales, tomadas por hombres.

Ojo. No quiero decir que los hombres den preferencia de facto a sus congéneres y rechacen o excluyan automáticamente a las mujeres que escriben (aunque quizá es así). Creo que el asunto radica en que los hombres han vivido por siglos, por generaciones en la desigualdad de género, que actúan fieles a esa tradición y aunque en ellos germine la conciencia social y de equidad, no pueden practicarla conscientemente en sus vidas.

Quiero pensar que es por esta razón (no por misoginia) que los editores, directores de revistas, jueces de concursos y consejos de festivales culturales, al elegir quién aparecerá en próximas emisiones, primero escogen a sus amigos, a los que consideran buenos escritores y a las revelaciones (todos ellos hombres). Ah, y quizá, al final, si queda espacio, invitan a dos o tres mujeres (de las que se acuerdan) para que no se vea tan disparejo.

 

Invento, pero no tanto

Tobi y compañía

Cuando preguntas sobre mujeres escritoras te contestan algo como esto.

En la página 13 del documento se puede ver que en 2005 había 70% (aprox.) periodistas hombres y 30% (aprox.) mujeres.

Este autor piensa que las mujeres (y los hombres) deberían preocuparse menos por las quincenas y más por escribir. ¿Qué opinan?

Y aquí podemos ver cómo Elena Poniatowska es incluida hasta en lo que no forma parte (Literatura del Boom).

Imagen

Woman writing – Miyagawa Shunteilate 19th-early 20th century

¿De qué hablan las mujeres?

Cuando era adolescente tenía algunas amigas con las que disfrutaba pasar el tiempo. Hacíamos todo tipo de cosas que nos parecían divertidas. Esperábamos a los chicos saliendo de la escuela, nos citábamos en casa de alguna para mirar durante horas videos musicales, bailábamos, reíamos; por supuesto, nos contábamos todo sobre el primer amor y el primer desamor. La plática entre amigas podría durar horas y continuar por días.

De repente la dinámica cambió, cada una en su trabajo, comenzando a formar su familia, madurando cada una a su paso. Cuando veo a estas amigas, platicamos también, pero ahora para actualizarnos sobre nuestras vidas. Llama mi atención que, aunque rozamos los 30, los temas de conversación siguen en la misma línea que cuando éramos adolescentes. Contamos nuestra vida como parte de una anécdota escolar o como un lamento juvenil sobre la familia, el trabajo, la pareja y sobre nosotras mismas.

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