Escondido de Federico Gama

Recuerdos de Tacubaya

Hace más de una década, allá por los 2003, 2004, 2005 y quizá en el 2006, trabajé de manera intermitente cerca del metro Tacubaya. Mi oficio era ser demostradora de calzado de una cadena de las famosas zapaterías que abundan por ese rumbo. No existía el metrobús. Mi horario de trabajo era de 10 am a 10 pm. Enfrente de la zapatería había un puesto de discos. El chico que atendía siempre escuchaba a los Pericos, cuyas canciones me aprendí de memoria. Laboraba en las vacaciones de verano y decembrinas. Los 24 y 31 de diciembre salíamos como a las 11 de la noche. En aquellos años vivía en la casa de mi abuela y me daba tiempo, si me iba corriendo, de llegar a darle el abrazo a la familia. Aunque muchos de mis primos y tíos, en seguida de la medianoche, preferían salir a pasear con sus respectivas amistades del barrio. Yo me quedaba en la casa a ver alguna película, totalmente fatigada por la jornada laboral pero a la vez ansiosa por salir a pasear, a disfrutar del día de descanso del 25 de diciembre o del 1 de enero y después, regresar a la rutina de 6 días de trabajo y uno de descanso, en esa temporada de vacaciones.

Para ir al trabajo, para ir a la escuela, en las compras de navidad y para otras actividades más, era parte de lo cotidiano ir al metro Tacubaya y a la feria que siempre está ahí (¿seguirá ahí?). Detrás de la feria y del mercado de Cartagena hay (¿había?) una plaza con locales del barrio: discos pirata, peluquerías, boleros, ropa. De lunes a viernes solo se veía el trajinar de los alienados que trabajábamos en las tiendas, los almacenes y en los servicios de los hoteles, restaurantes y establecimientos de las avenidas Jalisco y Revolución.

El sábado por la tarde, en cambio, y el domingo, las calles pertenecían a las parejas de novios que iban a la feria y, peculiarmente, a una tribu urbana cuyo nombre no logro recuperar, como si ellos mismos no quisieran que los atrapáramos en una palabra. Eran jóvenes trabajadores de las periferias de la zona poniente de la Ciudad de México.

Todos ellos convergían en el punto de reunión, el «Dancing Club», que (tengo entendido) aún permanece. Desde la calle de 1810, las paredes, los puentes y los postes de luz, anunciaban los diferentes grupos que tocarían en ese lugar. Me llamaba la atención que se anunciaran estilos tan diversos: rock, ska, grupos de cumbia, de salsa y de banda duranguense que en ese entonces era la tendencia. Y que, en efecto, las y los jóvenes que acudían a ese lugar, vestían de acuerdo la moda acorde a su música: punks, darketos, metaleros, cholo o chúntaro.

Pero había en ellos algo más, un toque particular que era evidente a los ojos. Todos ellos eran jóvenes de comunidades rurales o indígenas que necesitaban ser vistos, expresarse, tomar un espacio, conocerse, descansar, en la Ciudad. Y hablo en tercera persona, porque además eran una comunidad muy hermética, con justa razón. Solo hablaban, convivían y disfrutaban entre ellos. Aparándose de los chilangos que, debido a nuestro prejuicio e ignorancia, solíamos verlos como lo otro.

Esos jóvenes y yo compartíamos la misma edad. Estarían entre los 17 y los 25 (en el 2003 yo tenía 16 años). Compartíamos una necesidad: trabajar para sostenernos, para seguir. Compartíamos el espacio: los barrios que rodean el metro Tacubaya. Compartíamos también sueños, que no podíamos enunciar y que, quizá, con lo que vino después para México, no pudimos concebir.

Estos jóvenes fueron retratados por Federico Gama en su foto reportaje «MAZAHUACHOLOSKATOPUNK», que se puede apreciar en estos enlaces:

aquí y aquí.

Vinieron estos recuerdos a mí, después de ver la película de Netflix «Ya no estoy aquí», que aborda el tema de los cholombianos de Monterrey.