Con esa boquita comes

Ni siquiera recuerdo qué grosería o qué palabra dije. Estoy segura de que no fue una grosería de esas que empiezan con la letra p o con la ch. En la secundaria yo no decía groserías. No fue ninguna de esas palabras sino más bien un improperio. Maldito, estúpido, idiota, imbécil. Fue una de esas. Estaba comprando una sincronizada en la cafetería de la secundaria y le dije a mi amigo algo así: maldito, estúpido, idiota, imbécil. Seguramente dije: “no digas estupideces”, “maldita sea”, “cómo eres idiota”, “eres un imbécil”. Algo como eso. La señora que atendía en la cooperativa de la escuela, mientras me daba mi sincronizada calentada en horno de microondas, me interpeló: “¿Con esa boquita comes?”.

Sentí vergüenza. En ese momento me di cuenta de que tenía que poner atención a lo que salía de mi boca. No era correcto que yo hablara así.

Cierto día, cuando iba a la primaria, en el recreo dije una grosería. Quizá dije: “pinche”. “Pinche…algo”: pinche dinero, pinche escuela, pinche maestra. Iba en segundo grado. Mi amiga abrió tamaños ojotes y me preguntó: “¿Así se expresan en tu casa?”. Ahí me di cuenta de que tenía que cuidar lo que salía de mi boca. No solo afectaba a mi imagen sino a la de mi familia. Por mucho tiempo no dije ninguna grosería.

Y estamos de nuevo en la secundaria, en la época en que no decía «malas palabras». Me preparaban para una simulación de las Naciones Unidas. Nunca entendí la función de aquel evento, en donde cada estudiante hacía las veces de embajador de un país. A mí me tocó “República del Congo”. En mi casa no había biblioteca. Así que es probable que haya estudiado sobre este país en alguna enciclopedia recién comprada por mi madre en abonos o en algún libro de texto. No creo haber estudiado en alguna monografía. Era poco probable que vendieran una sobre el olvidado africano país del Congo. Como pude, preparé mi exposición y la presenté ante los maestros. Al finalizar, uno de los profesores se rió y dijo: “esta niña habla muy coloquial”. Sentí el rubor de la vergüenza en las mejillas. Sí, yo era “coloquial”, yo era una niña que vivía en una colonia pobre, en una casa de lámina, hija de unos padres de limitada educación. Ahí entendí que lo que sale de mi boca también delata mi origen, mi clase social.

«¡Qué bárbara!» Me dijo una vez un profesor en la universidad, después de que le conté algunas aventuras de mi colonia. Salvaje, rupestre, cerril. Cuántas veces me han pedido que no diga algo o que mida mis palabras.

La sociedad encuentra infinitas maneras de silenciar y de avergonzar por sus palabras a las niñas y mujeres. Nos piden que seamos calladas, que no hablemos de más, que no hablemos mal, que no digamos groserías, que no nos quejemos, que no hagamos tanto alarde ni tanto drama. Les hice caso durante algún tiempo. Alcanzaron a censurarme, me callé, no dije todo lo que pensaba, se me trabó la lengua, tache, borré mis escritos, no encontraba las palabras.

Dentro de poco se publicará una novela con mi nombre en la portada. El contenido del libro, es probable, avergonzará a la señora de la cafetería de la secundaria, a mi compañera de primaria, a mi maestro, incluso, lo sé, la cantidad de groserías que contiene espantará a mi mamá. Una parte de mí aún se ruboriza por lo que he escrito. Pero ¡ah!, siento un alivio de poder haberlo dicho, esa es mi voz. Y con esa boca, como.

Muy pronto podrán adquirir mi primera novela La bondad en la red de Librerías de la UNAM.

https://www.libros.unam.mx/la-bondad-9786073079587-libro.html

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