Poemas del cambio climático

La primera mitad del año tuve una racha bastante bonita de escritura. Quién sabe cuándo se volverá a repetir. También me di cuenta de que tengo una fijación con los números. Comparto algunos de los poemas que escribí.

Rufo

Era güero, de ojos color miel.

Atlético. Tranquilo.

Nos acompañaba al campo deportivo de la colonia

o, sentado junto a nosotros, en las escalinatas,

también esperaba a la abuela

que regresaba cada sábado

de visitar a alguno de nuestros tíos

del reclusorio.


Cuando llovía, algún vecino se turnaba

para resguardarlo en su patio techado.

Encontré una fotografía de él. En la oscuridad

solo se distinguen sus ojos, como dos luces rojas.


Nunca lo acaricié. Era miedosa y algo ­­– todavía­–

me causaba desconfianza: era su cola.

Un cartílago mal cauterizado, erecto.

De niña lo imaginaba como una salchicha,

o un miembro erróneamente situado.


Su hermano de camada

vivía en el techo de la casa de la esquina

y era bravo.

En cambio él se dormía en las esquinas

apaciblemente.


No recuerdo cada cuándo le servíamos de comer,

no recuerdo si ladraba,

no recuerdo si alguna vez tuvo dueño.

Después. En el barrio ya no se abría la puerta a los extraños.

Los patios se convirtieron en más habitaciones y se alzaron otros pisos.

Dejamos de ser niños. No queríamos jugar.


Dejé de frecuentar la casa de la abuela y cuando iba

no la esperaba afuera.

No había con quién, quién me cuidara.

Hacía tiempo la perrera se había llevado a Rufo.



0:20 am

Grazna quedo en lo alto del árbol la urraca

que duerme

El grillo frota sus patas escondido bajo las hojas

Canta José José –sin saber –

para el festejo del vecino

Ladra el perro y contesta otro en otra calle

asustado por las sombras


Nos han recomendado dormir ocho horas

Pero estamos aquí, como si el insomnio alargara nuestras vidas

desafiantes de nuestros sentidos

de mantener la cordura, la razón

Como si te pudieras embriagar de puro calor

en esta noche de 31 grados centígrados


Culpable soy yo, dice la siguiente canción

de la no concurrida fiesta


Aún huele al humo de la zafra de ayer

A diesel también, a combustible

¿sabías que para cortar la caña primero hay que quemarla?

para que no lastime, para que no muerda


Nunca he sido tuyo, dice la canción.

Hace un segundo parpadée y era viernes

he abierto los ojos en sábado

Se escucha el ladrido del perro en otra calle

¿será el mismo perro o es el ladrido el que va cambiando de animal?


Esa pared, dice Leo Dan,

en la fiesta del vecino


Cállese por favor, cacarea la gallina


Nos han dicho que durmamos ocho horas para vivir más tiempo

pero aquí estamos, desafiando

la esperanza de vida

jugándole al loco en el trópico

inhalando anhídrido carbónico

escuchando llorar a los perros que no alcanzan al gato


Prende el aire porque el calor no más no me deja

contar mis ovejas

Auuf uf uf uf, dice el perro,

a qué horas se van a callar.


Algún otro

Ponerse a gritar a la una de la madrugada    

es muy de gato.

Dejarse llevar por la necesidad

del apareamiento.

Chillar, maullar, alzar el lomo,

erizar la cola.


Eso que para nosotros suena

a la mayor desesperanza

al abandono, al ruego,

entre ellos es

la afinada serenata del cortejo,

el amor.


A veces el gato es un trovador

ebrio

que canta de techo en techo.

el acorde solitario. 

A veces algún otro lo acompaña

y entonan al unísono.    


La melodía se acaba

cuando alguno desafina

después del zarpazo.


Mi gata se perdió un día

Estuve a punto de echarme a llorar

porque se había perdido mi gata

Pero escuché un chillido

audible únicamente para el oído entrenado

miiiii

Era ella, escondida detrás de un tinaco

bajo la luna menguante

a las once de la noche

de esta sequía de mayo


Mi gata no sabe bajarse de los árboles

que segundos antes trepó

Mi gata no sabe defenederse de su propia camada

cuando la persiguen

Mi gata no conoce los peligros de la avenida


Ella nació en el jardín

este jardín que recorre en treinta segundos

– que son días para el tiempo del gato–

Mi gata estuvo perdida un día completo

– que son meses para ella–


Subí al techo a rescatarla

no por el árbol, por la escalera

Con el miedo que me provoca

la caída

la noche

el calor

la picadura de alacrán que se esconde debajo del tabique


Mi gata no sabe andar por los tejados

tiene miedo a las alturas

Yo, a las bajadas

Por eso nos entendemos,

nos une el instinto mamífero

atrofiado

el trauma heredado de la madre


Bajé a mi gata en brazos,

le di de comer

Masticó con ansiedad las croquetas

sorbió un poco de agua

Después se recostó sobre el haz de luz que proyectaba un foco

para acicalarse ahí donde puse mis manos


Más tarde también me di un baño,

me cambié la ropa

Aún no está averiado nuestro instinto

el de borrar el rastro

el olor a miedo.



POINTLESS

Mary Shelley tuvo tres nombres

Mary Godwin, como la nombró su padre

quien después se arrepintió porque la hija

no conservaría el carácter radical de Mary ni el rigor

intelectual de Godwin –según él, por supuesto–


Después se llamó Mary Shelley

Con el que no pudo firmar durante algún tiempo

porque aquel señor le prohibió usar el apellido

del poeta, de la insigne familia

para procurar su subsistencia.


Y su nombre no valía.


Otro día firmó: «La autora de Frankenstein»

No la definía entonces la cuna

ni la protección del varón

sino su creatura, un libro,

su monstruo personal y arquetípico.

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